COP26 Y CAMBIO CLIMÁTICO, SECUELAS DE UN CAPITALISMO EN DESCOMPOSICIÓN
Los principales males provocados a la naturaleza y a la humanidad han sido generados por los países capitalistas centrales, encabezados por Gran Bretaña, Europa y Estados Unidos (EE.UU.) del siglo XIX a la fecha. Países colonizadores, explotadores, destructores y depredadores que allanaron al resto del mundo sobre todo durante el siglo XX.
Es la llamada “civilización occidental”, la causante de los principales estragos a la Tierra por la contaminación al aire, mar, suelo y subsuelo, particularmente desde que la producción mercantil se aceleró a la llegada de la industrialización altamente contaminante.
Porque el mundo se viene acelerando-descomponiendo desde la llamada revolución industrial hasta la fecha. Son las cuentas que deberán entregar los países señalados principales responsables del cambio climático, de la contaminación de las aguas y la desertificación de las selvas —entre otros desastres—, no son pocas.
Ah, pero claro que eventos como la COP26 sobre el clima (Glasgow en Reino Unido) y a donde acuden gobiernos de los países principalmente responsables, sirven para dos cosas: 1) esconder sus culpas dispersándolas entre el resto; 2) hacer creer al mundo que los primeros están haciendo algo, cuando realmente hacen poco o nada.
Es el caso de esta cumbre (que se realizó del 31 de octubre al 12 de noviembre), en donde se presume “instar” a los países a “revisar y reforzar” las reducciones de emisiones contaminantes a la atmósfera, “para mantener vivo el objetivo (cuasi muerto) del (llamado) Acuerdo de París de limitar el calentamiento a 1,5 grados” (SIC).
Metas que se quedan en promesas
Pero se agrega la necesidad de “reducir las emisiones globales en un 45 por ciento para 2030, y a cero para mediados de siglo”; no obstante, se agrega: “estamos lejos de conseguirlo”, porque nada obliga a nadie a tomar medidas en serio y para contrarrestar la destrucción que afecta a la naturaleza como al hombre sobre la Tierra. Pronto, por ejemplo, los ecologistas descalificaron las metas acordadas en la cumbre de Glasgow por “insuficientes”.
Claro que no faltan los discursos en donde unos le tiran la bola a otros. Como lo señaló el expresidente Barack Obama contra Rusia y China, países que llegaron tarde al desarrollo capitalista acelerado y ciertamente contaminante, sobre todo el segundo.
“No hemos hecho lo suficiente” dijo Obama (el promotor de la cumbre 2015) en referencia a los propios EE.UU., pero con todo y aceptar que como país tiene un “problema adicional”, asume que lo resolverá con los 555.000 millones de dólares para el paso de combustibles fósiles a energías limpias de Joe Biden. Pero de colofón señala a China y Rusia por “distanciarse de la meta” e ignorar los llamados a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
¿Quién olvida que a partir de la crisis económica de 2008 las empresas estadounidenses corrieron a instalarse en China por su mano de obra barata? También que de entonces a la fecha el país asiático se convirtió de la fábrica del mundo en un país productor altamente competitivo para la propia economía de EE.UU. en el contexto de la globalización occidental.
De ahí que, luego entonces, las cosas deben colocarse en su justa dimensión. Porque Rusia, pero sobre todo China, han aportado a la contaminación elevada del planeta, sí, en las últimas décadas, pero la responsabilidad hacia atrás es de los países capitalistas desarrollados.
No se puede dejar de lado que el capitalismo como modelo de producción, desde la manufactura y la explotación agrícola masiva hasta llegar a la “gran industria”, ha sido altamente contaminante.
Claro que el pasado es historia, pero también presente. Y el capitalismo destructor de la naturaleza ha sido siempre. La producción de capital, bajo el control del interés privado —como se sabe—, deviene en un modelo de fabricación tan vil que, con el sello de la bestia en la frente, el dinero, lo destruye todo a cambio de riqueza.
Desde luego no le importa al capital exprimirle todo el jugo a la Tierra —los recursos naturales— y destruirla, mucho menos le interesa la sangre —el pellejo y los huesos— del trabajador: sea oficiante, obrero de la fábrica o de la producción en serie de la gran industria mecanizada (la robotizada, en tanto más expulsa mano de obra más pierde valor el producto).
Por ello, dicho sea de paso, resulta que la lucha es permanente entre obrero/empresario —historia es lucha de clases diría Marx— en el capitalismo, por los salarios justos y contra las prolongadas jornadas laborales, porque un salario corto y una jornada larga o intensa, arrojan un remanente que no se paga equivalente a la plusvalía que para el empleador es ganancia neta.
Los frutos de la descomposición saltan a la vista cuando se mira bien a dónde va a parar la riqueza creada: concentrada en pocas manos. Tamañas secuelas delatan un capitalismo en proceso de producción/destructor: desigualdad creciente, pobreza en todo el mundo incluso en los países “desarrollados”, enfermedades por el abandono social y violencia desbordada, entre muchos otros síndromes de la descomposición.
Un pasado que se impone
Los ricos e “inteligentes” son, primero los señores feudales y los terratenientes, luego los propietarios de talleres y fábricas, los burgueses, hasta los “empresarios” de la industria y los cabecillas de los bancos, de cuello blanco, hasta llagar finalmente al sistema financiero y sus especuladores de ahora, los bolsistas.
Así cómo al principio del capitalismo era claro que atrás de toda gran fortuna había un crimen, con el tiempo quedó todavía más evidente que el capitalismo es de naturaleza criminal. Esos son los “frutos” de la cultura occidental, que lo destruye todo atendiendo al interés privado. Es el saldo de la política neoliberal de las últimas cuatro décadas.
Es el papel de las guerras encabezadas principalmente por los EE.UU. que no paran desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, como fruto de los llamados “equilibrios” en tiempos de la Guerra Fría. Por ello el capitalismo, y más en su faceta imperialista —con EE.UU. al frente—, porque las guerras representan precisamente destrucción/reconstrucción, inversión y ganancias para una de las industrias más boyantes y asesinas.
Luego entonces, todo se ha convertido en proceso de descomposición-destrucción. Para la naturaleza, pero también para el hombre, de esta llamada “civilización occidental”, hoy en crisis, como el capitalismo que le ha dado vida.
A lo anterior, sobre todo los EE.UU. deberían asumir, de la mano de la Gran Bretaña —anglosajones— y también Europa, que a la cabeza de la responsabilidad por el cambio climático están ellos como países industrializados primero, y la mejor muestra es la acumulación de hombres ricos en su propio seno.
Ejemplo claro de la descomposición-destrucción del capitalismo ahora imperialista y especulativo —en su base principalmente estadounidense, imperio en decadencia de nuestros tiempos—, radica en que como tal se asume violento y alentando negocios clave para el dinero fácil contante y sonante: de las drogas al crimen organizado hasta llegar a la guerra misma como ariete para el hurto de las riquezas de otros países (las guerras del siglo XX y las que van del XXI).
Así, en tanto los políticos se devanan los sesos tratando de engatusar al mundo sobre cómo enfrentar las secuelas del cambio climático, y tratando igualmente de esconder sus propias responsabilidades en los reclamos al resto, cumbres como la COP26 no servirán de nada si no hay mecanismos de presión que obliguen a perseguir las metas.
Ni lo uno ni lo otro. El problema es que el capitalismo —hoy imperialista financiero— arrastra consigo a la humanidad y a la naturaleza destruyendo ambos. De colofón a la llamada “civilización occidental”.
Es el ambiente apocalíptico creado por los hombres finos del interés privado que hoy representa la principal amenaza. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Son los propios pueblos quienes se encargan de ello, pese al potencial bélico. Como quiera que los pueblos lo decidan.