Reflexiones tomistas a favor de la aceptación de la naturaleza humana en contra de la ingeniería transgénero
No se entiende cómo ni por qué hay tanta gente “que no está a gusto con su sexo”. Son almas que no aceptan su cuerpo. Tal aserto sólo se comprende dentro de un dualismo platónico radical, o en el seno de un gnosticismo aberrante que, a lo mejor, ha calado más a fondo en nuestra cultura de lo que ella misma estaría dispuesta a reconocer.
El platonismo puede interpretarse como un dualismo antropológico radical. En esta doctrina, cada individuo es una unión accidental de un cuerpo y un alma. Como es el alma la parte perdurable de nuestro ser, la más noble, podría pensarse que el alma de una persona está aquí y ahora unida a este cuerpo, pero mañana podría estarlo con otro distinto. Se cambia el cuerpo como quien se cambia el traje.
Las más diversas sectas, cristianas o no, profesaron en la antigüedad y en el medievo el gnosticismo, a saber, la doctrina que afirma que la salvación de los seres humanos no dependerá de la posesión de la fe ni de las buenas obras ni de ambas, sino de un conocimiento espiritual secreto, reservado a unos pocos, arcano que implica rebajar la dignidad del mundo material y de la carne, llegando hasta el desprecio. No fue raro en el gnosticismo combinar dicha visión con un dualismo radical neoplatónico, en el cual el propio mundo es objeto de condena, y hasta Dios mismo es condenado como malo, en la medida en que ha creado la naturaleza, los cuerpos y toda la vil materia.
Para el Aquinate, y para el buen católico, las cosas pintan de muy otra manera: es el cuerpo el que está contenido en el alma, y no al revés. No podemos concebir el alma como una especie de hombrecillo (homúnculo) que se aloja en un vehículo carnal, lo dirige y le da impulso. Este dualismo que ve al alma como un homúnculo admite la posibilidad de que, si el piloto se cansa de dicho vehículo, también se puede deshacer del mismo o modificarlo.
Podíamos entender bien la teoría dualista (platónica y gnóstica) del homúnculo con una analogía estricta. Este sería el caso del dueño de un auto: la persona que lo posee y lo conduce no es el automóvil mismo. Si el coche empieza a sufrir averías, su dueño lo lleva a reparar. Si quiere deshacerse del auto, adquirirá otro nuevo mandando al taller de desguace el vehículo viejo. También puede “tunearlo”, como se dice ahora, esto es, introducir modificaciones -a veces muy severas- para modificar su aspecto y algunas de sus prestaciones. Es evidente que la analogía se entiende muy bien hoy, en el contexto presente de la “sociedad de consumo”. Mi cuerpo, como mi coche, es mercancía. Es un bien a consumir, que se compra y se vende. También es un bien manipulable que se modifica a voluntad: me canso de ser varón, pues me “tuneo” y me pongo a ser hembra (y viceversa).
Aplíquese la analogía al uso del cuerpo como accesorio de un alma. El platónico y gnóstico desprecio por el cuerpo no es ni puede ser cristiano. Es una ofensa a Dios rechazar sus dones: el cuerpo es divino don, y ese regalo divino debe aceptarse en su integridad. Dios nos da el ser “enterizamente”: la totalidad que somos como individuos, eso es lo Él nos dio. Al darnos el ser (esse) Él nos ha dado algo radical e intensivo: el acto de ser, y no una esencia que nosotros podamos arbitrariamente “completar”. Y ese acto de ser (esse) es algo así como un fogonazo, un chispazo divino que nos arrancó de la nada y de las causas que podrían -y de hecho han podido- originarnos. Las causas que me dieron ser, dentro del orden natural y humano (el encuentro sexual de mis padres, la generación animal entre los hombres, el amor entre personas, la biología de las células, etc.) quedaron “atrás”, y se mantuvieron separadas en cuanto que yo “advine” al ser. Ahí, en ese advenimiento radical querido por Dios, llegó al ser la totalidad de cuanto yo soy, cuerpo y alma, esencia y existencia, hombre y no mujer, éste y no otro…
Mi alma no está accidentalmente unida a un cuerpo, este cuerpo de hombre que es así, de esta manera o de aquella otra. Mi alma es la de mi cuerpo y mi cuerpo es el de esta alma: el ser humano es un compuesto somatopsíquico, una forma de unidad en la cual el aspecto inmaterial (alma intelectiva) recubre todo lo demás, lo material y lo sensitivo y vegetativo.
Mi alma humana se restaurará en la integridad en la otra vida, recuperando mi propio cuerpo de hombre (y no de mujer), y no el de un hombre cualquiera o el cuerpo genérico de la especie. Es cierto que en el más allá las funciones reproductivas, concupiscentes, etc. del animal humano varón que hoy, en el siglo o en el mundo, poseo, ya no me serán necesarias, pero mi propia alma será siempre de varón y accederá a un cuerpo -si bien ya no voluptuoso- de varón. No es posible, como a veces se dice, “estar en contradicción consigo mismo”. Si cuanto soy y cuanto siento no coinciden, el problema es psicológico no ontológico ni antropológico. El mundo moderno engaña a los disfóricos diciéndoles que el problema es objetivo, y con ello, les hunde en la destrucción somatopsíquica. Es curiosa esta engañifa moderna: en el reinado despótico del relativismo y del subjetivismo, a quienes adolecen subjetivamente “no estar a gusto con su cuerpo” se les dice que su subjetividad posee carácter ontológico inapelable. Si yo siento que soy un batracio, tengo que ser batracio.
Mi alma está totalmente en el cuerpo, y en cualquiera de sus partes. En mis ojos está mi alma para ver, dándole a estos órganos la potencia visiva. En mi sexo está mi alma también, para darle a sus órganos potencia reproductiva y amatoria. El alma se encuentra presente, pues, según modos distintos en las diversas partes del cuerpo y envuelve al cuerpo. El cuerpo de un ser humano está envuelto y animado por el alma; además lo está por un alma suprema e inmortal: el alma intelectiva que comprende, junto al cuerpo, las clases inferiores del alma. Quienes poseen algún tipo de disforia, es decir, quienes se encuentran sumidos en la tristeza y quienes viven en disconformidad con lo que se encuentran (su propio cuerpo, su propio sexo), han aprendido en el medio social de nuestros días que hay un culpable: un hecho causal, la accidentalidad de su sexuación. La sociedad de nuestros días, consumista y cosificadora, considera todo esto como un hecho (accidental o contingente) que se podría remover y rectificar. Estos son los tiempos aciagos del capitalismo moderno: me sobra una verruga, me la hago extirpar. Me sobra un hijo, exijo que (me) lo aborten. Me disgusta la nariz, me meto en un quirófano y elijo una nariz nueva. Y exactamente hacen así con la condición sexuada de los seres humanos. Hay medios hormonales y protésicos para “cambiarla” como si el acto de ser -esse- del individuo humano fuera enmendable. Este acto, repito, es un fulgor en el que Dios no nos da no una existencia aplanada (un existir al mismo nivel de todos los demás existentes, como se la da a la cucaracha o al guijarro) sino cualificada: como hombre o mujer, como Carlos o como Carmen…
Si quiero “tunear” mi coche o reformar mi casa, puedo sustituir la forma accidental de estas cosas. Las formas sustanciales no hay quien la “tunee”. La sociedad consumista es también una sociedad del artificio, donde los tecnólogos se creen reyes. Hasta lo más crucial que hay en una cultura, en orden a su supervivencia, como es la enseñanza, ha caído por la pendiente de la tecnologización: ya nadie “sabe” nada (y, por lo tanto, nadie saborea ni contempla nada), hablándose nada más que de “destrezas”, “competencias”, etc., nunca de conocimientos de personas que aspiran a ser sabias. Los tecnólogos son déspotas de la estirpe de Midas: les gusta el oro, pero ignoran lo esencial, y es que el oro no resulta comestible.
El cuerpo del hombre está siendo objeto de una terrible cosificación y mercantilización. La tecnología no conoce límites, ya no se puede justificar a sí misma salvo como institución despótica y desconocedora de limitación. Y el campo de saqueo y extracción del siglo XXI va a ser el cuerpo humano. Previo pago, queremos modificar aspectos fundamentales de nuestra persona a la par que llamamos “reaccionarios” a quienes pongan reparos morales a tales operaciones. El oro todo lo paga: maestros, jueces, políticos. Y paga a la medicina, que a través de la cultura de la muerte y manipulación está dejando de ser el noble arte de la curación para convertirse en inmunda técnica del “tuneo” humano, destinada a satisfacer a quien pague los servicios demandados. Hormonar a un infante, mutilar a jóvenes, implantar prótesis y crear juguetes que remedan órganos sexuales… todo ello ejecutado sobre personas con poca capacidad de criterio, biológicamente sanas, pero simplemente “tristes”. Esto no es medicina, esto es destrucción del género humano.
Fuente: Kontrainfo