El origen de la posmodernidad
Conferencia pronunciada en la escuela de cuadros del GRECE («Círculo Heráclito»), junio de 1989
La posmodernidad. Se habla mucho de ella sin saber muy bien qué es. La palabra fascina y despierta mucha curiosidad, tanto en nuestro microcosmos «neoderechista/grecista» (el neologismo es de Anne-Marie Duranton-Crabol) (1) como en otros.
El hecho de habernos autodenominado «Nueva Derecha» o de haber aceptado esta etiqueta que nos han colgado indica al menos una cosa: el término «nueva» denota una voluntad de renovación, es decir, un rechazo radical del viejo mundo, de las ideologías dominantes y, por ende, de los modos de gestión práctica, económica y jurídica que estas han generado. En estas ideologías dominantes, hemos repetido y denunciado los rasgos del universalismo, la pretensión de desplegar una racionalidad que sería única y exclusiva, sus implicaciones prácticas de factura jacobina y centralizadora, las estrategias homogeneizadoras de todo tipo, los fracasos debidos a las imposibilidades físicas y psicológicas de construir para la eternidad, para los siglos de los siglos, una ciudad racional y mecánica, de establecer sin tropiezos y sin violencia un derecho individualista, etc.
Las recientes vicisitudes de la filosofía universitaria, alejadas —debido a su jerga oscura a primera vista— de los habituales remiendos ideológicos, del tam-tam mediático y de los equilibrios políticos, nos sugieren precisamente estrategias de defensa contra esa esencia universalista de las ideologías dominantes, contra el monoteísmo de valores que caracteriza a Occidente tanto en su versión conservadora y religiosa —como ha demostrado la Nueva Derecha fundamentalista en Estados Unidos— como en su versión ilustrada, racionalista y laica. El error del movimiento neoderechista, en su conjunto, es no haber prestado atención antes a estos nuevos discursos, no haber divulgado su núcleo profundo y haber perdido así, en cierta medida, una buena oportunidad en la batalla metapolítica.
«Konservative Revolution» y la Escuela de Fráncfort
Debemos confesar este error táctico, sin caer por ello en la amargura y el pesimismo y quemar lo que hemos adorado. De hecho, nuestro recurso directo a Nietzsche —sin pasar por las interpretaciones modernas de su obra—, al mundo alemán de la tradición romántica, a las filosofías y sociologías organicistas/vitalistas y a la Konservative Revolution de la época de Weimar, tocó una fibra sensible: la del interés por la historia, la narración, la estética, la nostalgia fructífera de los orígenes y los arquetipos (en este caso, los orígenes inmediatos de una nueva tradición filosófica). El esfuerzo no fue en vano: al liberarse del yugo racionalista/positivista, el espacio lingüístico francófono se enriqueció con considerables aportaciones germánicas —organicistas y vitalistas—, al tiempo que, en la esfera de las ideologías dominantes, aprendía a dominar simultáneamente los textos básicos de la Escuela de Fráncfort (Adorno, Horkheimer) y las audaces demostraciones de Habermas, porque a veces se tardó entre 40 y 50 años en encontrar traducciones al francés en el mercado editorial.
Explorar los universos de Wagner, Jünger, Thomas Mann, Moeller van den Bruck, Heidegger y Carl Schmitt (2) ha dotado a nuestra corriente de pensamiento de unos cimientos históricos muy sólidos y, a la larga, un dominio sin prejuicios de los orígenes filosóficos de todos los pensamientos identitarios, dominio que nunca podrán alcanzar aquellos que han iniciado sus pasos en el marco de los universalismos/racionalismos occidentales o aquellos que permanecen paralizados por el temor de arañar, de una forma u otra, las vacas sagradas de estos universalismos/racionalismos. Un dominio más o menos bueno de los orígenes, derivado de nuestro método arqueológico, nos asegura una posición de fuerza. Pero esta posición tiene una debilidad: la de no estar inmersos en la sistematicidad contemporánea, la de no estar en la misma onda que los pioneros de la exploración filosófica, la de no estar al mismo tiempo que ellos a la vanguardia de las innovaciones conceptuales. De ahí que nuestro flanco se preste con bastante facilidad a las críticas de nuestros adversarios que dicen, sin estar del todo equivocados: «Sois unos nostálgicos del pasado y además germanófilos».
¿Cómo evitar esta crítica y, sobre todo, cómo superar los bloqueos, las facilidades y las pasiones que suscitan este tipo de crítica? Referirse a la tradición romántica, con su recurso a las identidades, emprender una búsqueda del Grial entre los arabescos de la Konservative Revolution (KR), son bazas importantes y enriquecedoras en nuestro enfoque. Tan enriquecedoras que no podemos prescindir de ellas. Las premisas del romanticismo/vitalismo filosófico (destacadas por Gusdorf) (3), los destellos literarios de su trayectoria, la cantera inagotable que es la KR, con su esteticismo y su radicalidad, resultan indispensables —sin ser por ello suficientes— para marcar la siguiente etapa en el desarrollo de nuestra visión del mundo. Echemos ahora un vistazo al fondo del mundo donde se produce este cambio, esta renovación del sustrato filosófico romántico/vitalista, esta renovación de la herencia de la KR. En Alemania, matriz inicial de este sustrato, la posguerra impuso un olvido obligatorio de todo romanticismo/vitalismo y reforzó una veneración oficial, casi impuesta, de la tradición adversaria, la de la Aufklärung, revisada y corregida por la Escuela de Frankfurt. Fuera de esta tradición, todo pensamiento es ahora sospechoso en la Alemania actual.
Ante la uniformización de la filosofía en la RFA, el salvavidas es francés
Pero la perpetua repetición de los ideologemas frankfurtianos y de las tradiciones hegelianas, marxistas y freudianas ha llevado al pensamiento alemán a un callejón sin salida. Desde hace poco se asiste a un retorno a Nietzsche, a Schopenhauer (especialmente con motivo del 200 aniversario de su nacimiento en 1988) y a diversos vitalismos. Pero este simple retorno, a pesar del soplo de aire fresco que aporta, sigue siendo intelectualmente insuficiente. Los retos contemporáneos exigen un aggiornamento, no solo una profundización. Pero si todo aggiornamento de este tipo postula una reinterpretación de la obra de Nietzsche y una nueva exploración del «irracionalismo» prenietzscheano, también postula, sobre todo, una nueva inmersión en las turbulentas aguas de la KR. Ahora bien, tal gesto se encontraría con prohibiciones en la RFA actual. Los filósofos renovadores alemanes, para salir del atolladero y eludir estas prohibiciones, estos Denkverbote frankfurtianos, dan un rodeo por París. Así, los animadores de la editorial Merve de Berlín, Gerd Bergfleth, a quien debemos espléndidas exégesis de Bataille, Bernd Mattheus y Axel Matthes (4) recurren a las críticas de Baudrillard, el enfoque de Lyotard, las audacias de Virilio, el nietzscheísmo particular de Deleuze, etc. El salvavidas, en el océano suave del (post)francfortismo, en este mar de bigoteria racionalista/iluminista, es de fabricación francesa. Y aquí nos encontramos con una curiosa paradoja: los franceses, cansados de las trivialidades neoilustradas, buscan remedios en la vieja farmacia cerrada que es la KR; los alemanes, que ya no pueden respirar en la atmósfera polvorienta de la Aufklärung revisada y corregida, encuentran sus opciones terapéuticas en las farmacias vanguardistas parisinas.
Entonces, ¿por qué aquellos que quieren renovar el debate en Francia no combinarían a Nietzsche, la KR, la «derecha revolucionaria» francesa (revelada por Sternhell, estigmatizada por Bernard-Henri Lévy en L'idéologie française, Grasset, 1981), Péguy, la herencia de los inconformistas de los años 30 (5), Heidegger, sus filósofos contemporáneos (Foucault, Deleuze, Guattari, Derrida, Baudrillard, Maffesoli, Virilio), para hacer una síntesis revolucionaria?
La presencia de estas nuevas investigaciones desactivaría ipso facto las críticas que ponen de relieve el «pasadismo» y la «germanolatría» de aquellos y aquellas que se niegan a seguir adorando las viejas lunas de la Ilustración. Además, esta presencia permite desde el principio una participación activa y directa en el debate filosófico contemporáneo, al que una intervención neoderechista, impulsada por su propia preocupación pedagógica, sin duda habría conferido un lenguaje menos hermético. El hermetismo del lenguaje ha sido, evidentemente, el obstáculo para la incorporación de los filósofos franceses contemporáneos en un proyecto de naturaleza metapolítica.
Superar el humanismo, pensar en plural
Por lo tanto, para recuperar plenamente el terreno perdido en la arena filosófica contemporánea, sería conveniente conciliar dos lenguajes: por un lado, el didáctico, narrativo e histórico que la ND había hecho suyo en las columnas de Figaro Magazine, Magazine-Hebdo o Éléments y, por otro, un lenguaje pionero, prospectivo e innovador, el de los corpus deleuzianos, foucaultianos, etc. Ya oigo las objeciones: Deleuze y Foucault se inscriben en el marco de la izquierda intelectual, militan en las redes «antirracistas», se convierten en apologistas de las marginalidades más extrañas, etc. Hay que saber distinguir entre las opiniones personales amplificadas por los medios de comunicación, el entusiasmo legítimo por tal o cual marginalidad y una epistemología expresada en un vocabulario especializado y árido.
La idea de superar el humanismo mecanicista/racionalista y la visión del suprahumanismo nietzscheano (6) tienen, sin embargo, más de un punto en común, lo que demuestra que las intuiciones y aforismos de Nietzsche, las visiones y las proclamaciones de otros autores de la tradición «suprahumanista» se han extendido por los círculos intelectuales europeos y nunca podrán ser desalojadas de ellos, a pesar de los esfuerzos constantes de sus adversarios, aferrados desesperadamente a sus viejas quimeras. Si la ND ha desenmascarado abiertamente las hipocresías de los discursos dominantes, ha señalado los simulacros y ha rasgado los velos, filósofos como Deleuze han camuflado hábilmente su trabajo de socavamiento, por lo que puede resultar inesperado saber que, para él, el movimiento de los derechos humanos busca ingenuamente «reconstituir trascendencias o universales». Pero para el filósofo de la «politonalidad» y las «multiplicidades» —que pensó el plural de una manera radicalmente diferente a la ND, pero que sin embargo también pensó el plural—, ¿es tan sorprendente?
Clasificar las corrientes posmodernas
Pero estas reflexiones sobre el destino de la ND y sobre los filósofos franceses podrían prolongarse indefinidamente si no se define claramente un marco histórico y cronológico en el que inscribirse, si no se ofrece una panorámica de los hechos posmodernos de la filosofía y las virtualidades que se derivan de ellos. De hecho, es necesario dotarse de un marco didáctico para no caer en el desorden y la confusión. Todas las introducciones al pensamiento y las filosofías posmodernas comienzan subrayando su heterogeneidad, su diversidad, la ausencia de un denominador común: todas ellas características que, a primera vista, impiden la claridad… Ni una gata encontraría a sus crías… Afortunadamente, un hombre casi providencial ha venido a poner orden en este desorden: Wolfgang Welsch, autor de una obra «panorámica» sobre la cuestión, de la que se desprende, con claridad, una visión de la historia intelectual posmoderna (Unsere postmoderne Moderne, Acta Humaniora, Weinheim, 1987; en lo sucesivo, UPM).
Porque de eso se trata: en primer lugar, mostrar cómo, progresivamente, la filosofía se ha liberado del yugo racionalista/modernista/universalista para abordar la realidad de una manera menos estrecha y, a continuación, indicar en qué punto se encuentra hoy este largo camino, con qué resistencias obstinadas se sigue encontrando esta liberación. Armin Mohler, autor de Die Konservative Revolution in Deutschland 1919-1933, recomienda encarecidamente la lectura de la obra de Welsch en un artículo de Criticón y explica lo cercana que es la interpretación welschiana de la posmodernidad a nuestro antinacionalismo. Además, la cronología y la visión «panorámica» de Welsch revelan la evolución de las ideas, un poco como se muestra un proceso biológico o químico acelerado en los documentales científicos.
¿Posthistoria, posmodernidad, sociedad posindustrial, son una misma cosa?
La primera preocupación de Welsch es acabar con una confusión habitual, la que dice que «posthistoria», posmodernidad y sociedad posindustrial son una misma cosa. Para la posthistoria, descrita por Baudrillard, ya no es posible ninguna innovación y todas las posibilidades históricas ya se han agotado; el diagnóstico sugiere pasividad, amargura, cinismo y monotonía.
El movimiento del mundo habría llegado a una etapa final, que Baudrillard denomina «hipertelía», en la que las posibilidades se neutralizarían mutuamente en la «indiferencia», transformando nuestra civilización en una gigantesca maquinaria (¿la «megamáquina» de Rudolf Bahro?) para homogeneizar todas las «diferencias» producidas por la vida. Por ello, la textura del mundo, que consiste en producir «diferencias», se transforma en un modo de producción de indiferencia. En otras palabras, la dialéctica de la diferenciación invierte sus potencialidades produciendo indiferencia. Todo ha sucedido ya: es inútil soñar con una utopía, un mundo mejor, un futuro prometedor. Solo ocurre una cosa: la clonación infinita y/o la proliferación cancerosa de lo mismo, sin novedad, en una «obesidad obscena». Nuestra época, la época de lo «transpolítico», ya no trabaja sus contradicciones internas (ya no busca ni crea soluciones), sino que se sumerge en el éxtasis de su propio narcisismo.
El balance de Baudrillard es sombrío, negro. Su amargura, piensa Welsch, es el signo de su hipermodernismo y no el de una posible posmodernidad. El fracaso de las utopías entristece a Baudrillard, mientras que hace sonreír a los posmodernos. Baudrillard lamenta la desaparición de las utopías y acusa a la posmodernidad de haber perdido su dimensión utópica. La posmodernidad, por su parte, es activa, optimista, variopinta, ofensiva; no es utópica, pero tampoco se resigna ni se lamenta. Cualquier lamento por la desaparición de los proyectos utópicos/modernos es prueba de un apego sentimental y desilusionado a los afectos que sustentan la modernidad.
Postmodernidad y sociedad postindustrial
Para refutar los argumentos de quienes plantean la ecuación «postmodernidad = sociedad postindustrial», Welsch comienza recordando el momento en que, en sociología, apareció por primera vez el término «posmoderno». Fue en 1968, en una obra de Amitai Etzioni: The Active Society: A Theory of Societal and Political Processes (Nueva York). Para Etzioni la posmodernidad no significa ni resignación ante el colapso de las grandes utopías sociales, ni repetición infinita de lo mismo, al estilo de la «megamáquina». La posmodernidad, por el contrario, significa dinamismo, creatividad y acción. En muchos aspectos, el análisis de Etzioni coincide con los diagnósticos de David Riesman (La foule solitaire, Arthaud, 1964; edición estadounidense de 1958), Alain Touraine y, sobre todo, Daniel Bell (Les contradictions culturelles du capitalisme, PUF, 1979; edición estadounidense: 1976). Pero, en última instancia, las conclusiones de Etzioni y Bell son fundamentalmente diferentes. Para Bell, importante teórico de la sociedad posindustrial, el gran proyecto tecnocrático —hacer felices a las masas mediante el cuantitativismo— sigue vigente, aunque se observe un paso de las tecnologías mecánicas a las tecnologías intelectuales (informática, por ejemplo). Para Etzioni, en cambio, las tecnologías más recientes relativizan el antiguo proyecto tecnocrático. Para Bell, hemos entrado en una «etapa final», en la que se trata de poner orden en la sociedad de masas, resultado del «gran proyecto» tecnocrático. Para Etzioni, estamos saliendo de la pasividad tecnocrática para entrar en una era «activa», en una sociedad que se autodefine y se transforma constantemente.
Para Etzioni y Welsch afrontar eficazmente el mundo contemporáneo significa saber manejar una pluralidad de racionalidades, sistemas de valores y proyectos sociales, y no conformarse con una única racionalidad, con un monoteísmo de valores esterilizante y con la idolatría de un único modelo social. Ante esta ofensiva silenciosa del neopluralismo, Bell se enfrenta a un dilema que no puede resolver: sabe que el proyecto tecnocrático, monolítico en su esencia, no puede satisfacer a largo plazo las aspiraciones democráticas humanas, ya que estas son diversas; pero, por otra parte, no se pueden descartar razonablemente los logros de la era tecnocrática, piensa Bell, preocupado por las novedades que se avecinan. Y frente a este complejo tecnocrático, compuesto por rasgos positivos y negativos, inseparables y totalmente entrelazados entre sí, se ha establecido una esfera cultural que Bell califica de «subversiva», ya que es hostil al proyecto tecnocrático y lo socava. El principal conflicto, que según Bell amenaza con destruir la sociedad capitalista, es el que opone la esfera técnica a la esfera cultural. Esta oposición es, en definitiva, bastante maniquea y no percibe que las innovaciones científicas/técnicas y las innovaciones culturales/artísticas/literarias surgen del mismo fondo del mundo, de la misma revolución que se produce en las mentalidades. Arnold Gehlen, por su parte, había comprendido que la cultura (en el sentido que le da Bell), incluso hipercrítica con la megamáquina, no era más que un epifenómeno y una creadora de artilugios y oportunidades comerciales. La sociedad mercantil, la megamáquina bancaria e industrial, recuperan las veleidades contestatarias y las transforman en mercancías consumibles.
La posmodernidad no es ni el esquema catastrofista de Bell ni el pesimismo de Gehlen y Baudrillard. Admite el carácter «radicalmente disyuntivo» de las sociedades contemporáneas. Admite, en otras palabras, que las racionalidades económicas, industriales, políticas, culturales y sociales son diferentes, a veces divergentes, y pueden, muy lógicamente, conducir a conflictos espinosos. Pero la posmodernidad, a diferencia de la poshistoria o la sociedad posindustrial de Bell, no evacua el conflicto ni lo lamenta, sino que acepta su presencia en el mundo, sin moralismos inútiles.
¿Qué modernidad refuta la posmodernidad?
Si la posmodernidad (PM) no es ni la poshistoria ni la sociedad posindustrial, ¿qué es y qué modernidad sustituye? Los numerosos y diversos textos que intentan definir la esencia de la PM no son unánimes a la hora de designar y definir esta modernidad, que, lógicamente, es cronológicamente anterior a la PM. Según Welsch, hay varias «modernidades» implicadas: en primer lugar, la Neuzeit (la era moderna, la Ilustración, la «dialéctica de la razón», etc.); Habermas se rebela contra la PM precisamente porque se opone al «gran proyecto de la Aufklärung», tanto en sus dimensiones científicas como en sus dimensiones morales. Karl Heinz Bohrer (7), por su parte, considera que la PM reacciona contra la modernidad estética del siglo XIX. Para Charles Jencks, el gran historiador estadounidense de los movimientos arquitectónicos (8), la PM (arquitectónica) es una reacción al racionalismo utilitarista y funcionalista (Mies van der Rohe, Escuela de Chicago) de la arquitectura del siglo XX. Pero Welsch prefiere atenerse a las definiciones de Jean-François Lyotard: la modernidad, que supera la PM, comenzó con el programa cartesiano destinado a someter la naturaleza (los hechos orgánicos) a un «proyecto geométrico», para continuar, a nivel filosófico y moral, con los «grandes relatos» de los siglos XVIII y XIX (la emancipación del hombre, la teleología hegeliana del Espíritu, etc.).
La definición de Lyotard
Esta perspectiva de Lyotard, que engloba en el concepto «moderno» el cartesianismo, el newtonismo, los mecanicismos de los siglos XVII y XVIII, la Ilustración, el hegelianismo y el marxismo, ha sido fructífera; se le han atribuido antecesores, en particular el agustinismo político, que buscaba «construir» una ciudad perfecta, y se le ha asignado un denominador común: el proyecto de elaborar una mathesis universalis, diseccionar la naturaleza (Bacon) y abrazar el «pathos de la renovación radical». En Descartes la metáfora de la ciudad ilustra perfectamente el reto del proyecto de mathesis universalis y del pathos de la renovación; las ciudades antiguas, dice Descartes, son enredos descoordinados; el arquitecto moderno debe destruirlo todo, incluso los elementos que, aislados, son bellos, para reconstruirlo todo según un plan racional, con el fin de crear una coherencia racional perfecta y eliminar las imperfecciones orgánicas. El resultado: la uniformidad apática de las ciudades de hormigón contemporáneas. La modernidad que hay que eliminar, según las perspectivas de Lyotard, Welsch y los arquitectos posmodernos, es aquella que pretendió, en su día, borrar todas las particularidades en beneficio de un método, un proyecto, una historia (que recapitulaba todas las historias locales y particulares).
Una oposición bicentenaria al proyecto de «mathesis universalis»
El cartesianismo universalista tuvo sus adversarios desde el siglo XVIII. Vico rechaza la imagen movilizadora del progreso en favor de una concepción cíclica de la historia; hacia 1750, año clave, Rousseau, en su Discurso sobre las ciencias y las artes, critica el programa científico del cartesianismo y Baumgarten, en su Aesthetica, reclama una «compensación estética» a la sequedad racionalista. Desde entonces, las críticas se han sucedido: Schlegel aboga por una revolución estética; Baudelaire, Nietzsche y Gottfried Benn, cada uno a su manera, celebran el arte como «espacio de supervivencia en condiciones invivibles», como respuesta a la aridez cartesiana/racionalista/tecnocrática. Pero las respuestas de la Gegen-Neuzeit, la contramodernidad que se extiende desde 1750 hasta nuestros días, también pretenden ser exclusivas, radicales y universales. El esquema unitario y monolítico subyacente a la modernidad cartesiana no se elimina. Por el contrario, las corrientes de la Gegen-Neuzeit solo añaden un toque de estética a un mundo que no deja de amplificar, aumentar y dinamizar las fuerzas propias de la Neuzeit cartesiana. Para Vico y Rousseau la salvación solo puede provenir de un único y radical cambio de perspectiva; no comprenden que su alternativa es solo una posibilidad entre muchas otras y afirman poseer la clave del único camino hacia la salvación.
El «salto cualitativo» de la física del siglo XX
Por lo tanto, es necesario dar un «salto cualitativo», no responder al programa de la modernidad con un programa tan global y cerrado en sí mismo. Vico, Rousseau y los románticos intuían sin duda las vías que había que seguir para escapar del encierro de la modernidad/Neuzeit, pero no supieron expresar su voluntad con un programa tan radical y completo, tan científico y concreto, tan claro y pragmático como el de la llamada modernidad.
Sus reivindicaciones parecían demasiado literarias, poco científicas (a pesar del impacto de las medicinas románticas, las investigaciones sobre las enfermedades psicosomáticas, etc.). La reacción contra la Neuzeit parecía ser solo una reacción apasionada y emotiva contra las ciencias prácticas y físicas, determinadas por los métodos mecanicistas de Newton y Descartes. Esto cambiará a principios del siglo XX. Gracias a los trabajos de los físicos más eminentes, los conceptos de pluralidad y particularidad ya no se catalogan como manías literarias, sino que se convierten, en el propio ámbito científico, en valores dominantes e ineludibles. Partiendo de los campos de las ciencias físicas y biológicas, estos conceptos se irán deslizando poco a poco hacia los campos de las ciencias humanas, la sociología y la filosofía.
La Neuzeit se había proclamado científica: pero ahora el ámbito científico, impulsado inicialmente por la modernidad cartesiana, revisa radicalmente los postulados de la Neuzeit y adopta otros fundamentos epistemológicos. Ya no se trata de razonar a partir de totalidades cerradas sobre sí mismas, homogéneas y universales. Las aperturas, las heterogeneidades y las particularidades explican ahora la trama compleja y múltiple del universo. La teoría restringida de la relatividad de Einstein lleva a los filósofos a admitir que ya no hay ningún concepto de totalidad que sea aceptable; solo quedan relaciones entre sistemas independientes entre sí en la simultaneidad; además, la acción del tiempo hace que estas simultaneidades sean caducas y efímeras. Heisenberg demuestra, con su teoría de la Unschärferelation (relación de incertidumbre), que las magnitudes definidas en un mismo sistema de relaciones nunca pueden determinarse de forma fija y simultánea. Finalmente, Gödel, con su axioma de incompletitud, arruina definitivamente el sueño de la modernidad y los universalismos, el de construir una mathesis universalis, ya que todo conocimiento es limitado, por definición.
Una pluralidad de modelos y paradigmas
Esta revolución en las ciencias físicas continúa en la actualidad: la teoría de los fractales de Mandelbrot (funciones discontinuas en todos los puntos), la teoría de las catástrofes de Thom, la teoría de las estructuras disipativas de Prigogine, la teoría del caos sinérgico de Haken, etc., confirman que el determinismo y la continuidad solo tienen validez en ámbitos limitados, que entre sí solo tienen relaciones de discontinuidad y antagonismo. De ahí que lo real no esté organizado según un modelo único, sino según modelos diferentes; está estructurado de manera conflictiva y dramática; diríamos «trágica», porque ya no deja lugar a las visiones irénicas, felices y paradisíacas que nos proponían las soteriologías religiosas y laicas.
Ya no es posible proponer seriamente un programa válido para todos los hombres en todos los lugares del planeta, ya que, impulsados por la epistemología física en marcha desde principios de siglo, nos encaminamos hacia la aceptación de una pluralidad de modelos y paradigmas que compiten entre sí: las soluciones simples, unívocas, monopolísticas, universalistas, fijas y exclusivas pertenecen ahora al ámbito de los sueños y ya no al de lo posible. La filosofía posmoderna toma así el relevo de las ciencias físicas contemporáneas e intenta trasladar a la conciencia y a la vida cotidiana este pluralismo metodológico.
Posmodernidad anónima y posmodernidad difusa
Dado que los «metarrelatos», criticados por Lyotard, eran monopolísticos y universalistas en su esencia y en su proyecto, la física del siglo XX les quitó la base sobre la que se sustentaban. Pero, al igual que las reacciones de los siglos XVIII y XIX, las reacciones contemporáneas contra los restos de los metarrelatos son diversas y a menudo imprecisas. Para Welsch la estrategia posmoderna que toma el relevo de la epistemología científica es precisa y sólida. Frente a esta precisión y solidez, se posicionan otras estrategias posmodernas, nos explica Welsch, que carecen de su rigor y fuerza; la de la posmodernidad anónima, que engloba las teorías y trabajos que no se definen propiamente como posmodernos, pero que se amoldan, consciente o inconscientemente, a la epistemología pluralista inducida por las ciencias físicas; la gama es amplia: se puede incluir a Wittgenstein, Kuhn (9), Feyerabend (10), la hermenéutica de Gadamer, el «posestructuralismo» de Derrida y Deleuze, etc. Luego está la posmodernidad difusa, la que popularizan la gran prensa y los «columnistas», que aprovechan el colapso de la modernidad rígida para hablar de posmodernidad sin ser muy conscientes de sus reales implicaciones epistemológicas. Es la posmodernidad del popurrí, de una Disneylandia intelectual; es un irracionalismo contemporáneo que no va a lo esencial, al igual que no iban a lo esencial muchos románticos que reaccionaban contra el cartesianismo.
Para Welsch, la posmodernidad precisa, científica y consciente de la ruptura señalada por las ciencias físicas resultará eficaz, mientras que la posmodernidad anónima seguirá siendo imprecisa y la posmodernidad difusa, contraproducente. Solo la PM precisa cuenta con su adhesión, ya que es sistemática, coherente y prometedora. Para Welsch, la «modernidad del siglo XX» es la cientificidad que anuncia la posmodernidad, que consuma la ruptura con la rigidez monopolística y universalista de la modernidad/Neuzeit. La posmodernidad que toma el relevo de la «modernidad del siglo XX» está abierta a la innovación, no es estrictamente reactiva a la moda rousseauniana o romántica.
Ahora bien, se podría formular una objeción: las tecnologías modernas, fenómenos del siglo XX, contribuyen a uniformizar el planeta, manteniéndose así en la misma lógica de la Neuzeit. Ante esta situación, conviene adoptar el siguiente lenguaje, dice Welsch: cuando las tecnologías resultan uniformizadoras, están al servicio de una lógica política derivada de la Neuzeit y son ipso facto cuestionadas por los posmodernos consecuentes; cuando, por el contrario, funcionan en el sentido de la pluralidad, participan en la disolución de la pesadez moderna y, por lo tanto, son aceptadas por los posmodernos. No es una tecnología en sí misma lo que es buena o mala, sino la lógica al servicio de la cual funciona, que puede ser obsoleta o prometedora. Welsch expone esta problemática con sangre fría, sin decir —aunque sea implícito— que ya es hora de deshacerse de las lógicas políticas surgidas de la Neuzeit… La lógica de la discontinuidad, de lo trágico y de la disipatividad prigoginiana, etc., ha pasado de la ciencia a la filosofía; ahora debe pasar de la filosofía a la política y a la vida cotidiana. Para ello, habrá que romper muchas resistencias.
Un paralelismo evidente con la «Nueva Derecha»
Lo que propone Welsch en su libro (UPM), y que encanta a Armin Mohler, es una cronología de la historia intelectual occidental y europea, en la que nuestro movimiento de pensamiento puede encajar por completo. En varios artículos de Nouvelle École, Giorgio Locchi también sugirió una cronología, marcada por «períodos axiales» (Jaspers, Mohler, etc.) (11), en la que las grandes ideas motrices, entre ellas el cristianismo, pasan por la etapa inicial del mito para llegar, a través de una etapa ideológica, a una etapa científica. La incapacidad del cristianismo para acceder a una etapa científica coherente anuncia la llegada de otro mito, encarnado por múltiples rasgos difundidos y transmitidos por la música europea, por el romanticismo y por Wagner, mito que deberá transformarse en ideología y en ciencia.
El colapso de los fascismos quiríticos, de corazón aventurero, provocó, explica Locchi (12), la desaparición de la etapa «ideológica», mientras que el avance de naturaleza científica seguía su camino desde Heisenberg hasta Prigogine, Haken, etc. El suprahumanismo —Locchi utiliza este término para designar las reacciones ideológicas y literarias contra la modernidad— tiene, por lo tanto, su mito, wagneriano y nietzscheano, y su ciencia, la física contemporánea, pero no su articulación política. Si fusionamos las cronologías sugeridas por Locchi y Welsch, obtenemos un instrumento crítico de orientación, muy valioso para comprender la dinámica de nuestro siglo, sin tener que caer en una paráfrasis estéril de los fascismos.
Ahora bien, para los últimos defensores de la modernidad, entre ellos Habermas (en quien Welsch percibe, no obstante, importantes concesiones a la posmodernidad, porque Habermas no puede renunciar a los logros de la ciencia física moderna, nacida durante la Neuzeit, y porque su teoría del «actuar comunicativo» implica, al fin y al cabo, una relajación de las rigideces monopolísticas), es «fascismo» o «fascistoide» todo lo que critica la modernidad y sus avatares o se distancia de ella. Georg Lukacs, en Die Zerstörung der Vernunft, estigmatiza como «irracionalismos» todas las filosofías, sociologías y novedades literarias que se oponen al determinismo racionalista y materialista del gran relato marxista (nacido de los grandes relatos hegeliano y anglo-liberal).
Nuestra visión del mundo debe basarse en el futuro en dos cronologías: la de Locchi y la de Welsch, al tiempo que se dominan adecuadamente las cronologías adversas de la Escuela de Frankfurt y de Habermas (véase Horkheimer y Adorno, La dialéctica de la razón), así como la del marxismo particular de Lukacs. También hay que prestar especial atención a las cronologías neoliberales (véase Alain Laurent, L'individu et ses ennemis, LP/Pluriel, 1987), hostiles a las dimensiones holísticas de todo tipo. El debate ideológico es, sin duda, la confrontación de ideas y temas ideológicos diferentes; pero es también, y sobre todo, la confrontación entre cronologías diferentes, visiones de la historia en las que se destacan valores precisos en el momento en que irrumpen en la historia: en el caso de la historiografía liberal/neomarxista, es el triunfo de las estrategias de mathesis universalis, acompañadas de un determinismo fisicalista; para los neoliberales, es el advenimiento del individuo y de las metodologías individualistas en sociología y economía. Para nosotros, se trata de etapas de un pensamiento plural, en el que la apertura mental se debe al reconocimiento de las innumerables posibilidades que yacen en barbecho en la naturaleza y en la historia; tantas diferencias, de orden somático o cultural, tantas virtualidades.
De la epistemología mecanicista a la epistemología botánica
Si recapitulamos la historia intelectual de Europa occidental y germánica, observamos que, entre 1750 y mediados del siglo XIX, surgieron numerosas reacciones desordenadas contra los proyectos de la mathesis universalis, contra la «voluntad geométrica» de la modernidad. A la lógica mecánica y geométrica, el Sturm und Drang alemán, el romanticismo, el Kant de la Crítica de la facultad del juicio, Schiller, Burke, los doctrinarios alemanes de la visión orgánica de la política y la historia oponen otra lógica, una lógica botánica, que establece una analogía entre el árbol (o la planta viva) y el Estado (o la Nación), en lugar de establecer la analogía cartesiana/newtoniana entre el Estado y un sistema de relojería, entre las leyes de la política y las leyes que rigen los movimientos de la materia muerta (13). La ruptura epistemológica de finales del siglo XVIII, que desencadena el surgimiento del pensamiento organicista y vitalista, inicia una pluralidad, en el sentido de que, a partir de entonces, se yuxtaponen dos lógicas, una organicista/vitalista y otra racionalista/mecanicista. Pero la física, percibida como el fundamento último de lo real, permanece anclada en sus presupuestos newtonianos; ninguna alternativa seria puede aún sustituir, en el plano científico, los fundamentos newtonianos y cartesianos de la física. Georges Gusdorf, en sus estudios sobre el «saber romántico», muestra cómo el paso a un pensamiento «glandular» tras el estancamiento del pensamiento «cerebroespinal» suscitó un interés por la biología, la cenestesia (14), la psicología y las enfermedades psicosomáticas, el antropocosmomorfismo de Carus y Oken (15), etc. El denominador común de este enfoque es que todo ser vivo, ya sea humano, animal o vegetal, posee un núcleo identitario propio, no intercambiable, único; a partir de los núcleos identitarios, lugares de irradiación del mundo, surge un pluriversum, un mundo plural, que ya no se deja violentar por los esquemas geométricos.
La irrupción de Nietzsche
A finales del siglo XIX, la escena filosófica europea conoce la irrupción de Nietzsche. Este, situándose en la encrucijada entre la ruptura epistemológica romántica/organicista/vitalista, estudiada magistralmente por Gusdorf, y la ruptura epistemológica provocada por los descubrimientos de la física a principios del siglo XX, rechaza los grandes relatos de la Aufklärung y se burla, estigmatizando el wagnerismo, de las insuficiencias de las respuestas románticas. Pero su obra aún no rompe totalmente la aparente evidencia que revisten los positivismos/racionalismos, detentadores de la única teoría física válida en la época. De ahí que los cristianos y los positivistas reprochen a la obra de Nietzsche su incoherencia y contradicción; desde estas perspectivas, Nietzsche está loco o es un filósofo incompleto; nos lega una lógica anárquica que permite romperlo todo (con un martillo, por retomar su expresión). Estas son, en particular, las interpretaciones de Deleuze y Kaulbach (16). Para Reinhard Löw, esta interpretación del mensaje nietzscheano es insuficiente ya que, si bien es cierto que Nietzsche desea «romper» con un martillo ciertos ídolos filosóficos, su empresa de demolición apunta esencialmente a los «psitacismos», es decir, los discursos que repiten el esquema escatológico y providencialista cristiano, confiriéndole oropeles idealistas (en Hegel) o materialistas (en los marxistas y algunos darwinistas). El advenimiento del espíritu, del proletariado, de un hombre menos «simiesco», no son más que novedades calcadas de un mismo esquema. Esquema que hay que disolver, para que no pueda seguir produciendo «relatos» alienantes por ser repetitivos y poco innovadores. La positividad de Nietzsche, diferente de su negatividad como filósofo del martillo, consiste, escribe Löw (17), en educarnos para que no sigamos añadiendo infinitamente psitacismos a los psitacismos que nos han precedido.
La lógica del siglo XIX fue, por lo tanto, en una primera fase, romper con el psitacismo more geometrico del proyecto cartesiano de mathesis universalis y, luego, con Nietzsche, señalar el peligro permanente del psitacismo para, finalmente, descubrir, con los físicos de principios del siglo XX, que la trama más profunda de lo real no permite, en definitiva, ninguna forma de psitacismo y que el mito de la continuidad lineal es una ilusión humana. La posmodernidad (la «precisa», según la clasificación de Welsch) toma nota de esta evolución y quiere ser su heredera. Pero dar el paso hacia tal toma de conciencia es difícil: entre los fulgurantes aforismos de Nietzsche y la revolución intelectual impulsada por la física del siglo XX, la literatura y la poesía de finales del siglo XIX llevaron a cabo un trabajo de duelo, el duelo por las «totalidades perdidas», por los referentes desaparecidos, en un contexto de angustia y nostalgia. En Musil, representante emblemático de esta angustia, descubrimos la constatación de que la modernidad, llegada a su fin en la «Belle Époque», no es el paraíso esperado; es, por el contrario, el reino de la muerte fría, de la rigidez cadavérica, que se abate sobre una humanidad víctima de una «epidemia geométrica».
La aportación de Lyotard
Volvamos a Welsch, discípulo de Lyotard, filósofo francés contemporáneo que, en 1979, publicó en la editorial Minuit La condición posmoderna. ¿Qué piensa Welsch de esta obra que indica claramente la temática filosófica que pretende abordar? La valora positivamente, pero sin exagerar. El libro plantea las preguntas adecuadas, dice, pero apenas las explica. Para Welsch, hay que «saber sacar partido al libro», extraer lo esencial, aprovechar la perspectiva que nos abre. En cuanto al resto de la obra de Lyotard, abunda en el sentido de una posmodernidad precisa, heredera de la física del siglo XX. En Lyotard la posmodernidad no aparece como un irracionalismo, sino como una ruptura con la modernidad que critica la razón de la modernidad con las armas de la razón; como una ruptura que no rechaza la razón para sustituirla por diversas instancias, establecidas arbitrariamente como motor del mundo y de las cosas. Es aquí donde los enfoques de Lyotard y Welsch se distinguen del de Bergfleth, que sustituye la razón y la racionalidad moderna/francfortista por el eros, la crueldad, la pasión, el amor, etc., tal y como los conciben Artaud, Bataille, Klages, etc.
Desde un punto de vista más directamente (meta)político, Lyotard nos enseña que las totalidades y, por ende, los universalismos, son siempre productos absolutizados de sentimientos o intereses particulares; que lo que el grupo o el individuo x proclama como universal es la absolutización de sus intereses particulares. Por lo tanto, ser demócrata y tolerante significa rechazar esta lógica de absolutización, impulsada por un proselitismo sordo a las particularidades de los demás. Rechazar las totalidades y los universalismos significa ir más al fondo de las cosas, respetar las particularidades de los pueblos, las clases y los individuos. Pensar en plural es ser más «demócrata» que aquellos que uniformizan en exceso. El mundo es pluriverso; es un pluriversum y no puede ser comprendido en toda su amplitud por una sola lógica.
La contribución de Gianni Vattimo
Gianni Vattimo, en La fin de la modernité (Seuil, 1987), nos explica que la modernidad es el «novismo», un enfoque del que se burló Nietzsche, padre de la época posmoderna. El «novismo» es producto del historicismo; es la repetición del mismo viejo esquema lineal metafísico y cristiano bajo un disfraz a veces idealista, a veces materialista. A estos novismos de esencia providencialista, Nietzsche respondió sucesivamente con dos estrategias: en primer lugar, la que consistía en afirmar valores eternos que trascendían la historia, trascendían las pretensiones de los historicismos que creían poder superarlos o eludirlos; en segundo lugar, afirmando el eterno retorno, negación definitiva de los providencialismos. La posmodernidad es, por lo tanto, la ausencia de providencialismo, la desaparición de los reflejos mentales e ideológicos derivados de los providencialismos metafísicos y cristianos. Después de Nietzsche, Heidegger toma el relevo, explica Vattimo, y nos enseña a no superar (überwinden) la modernidad laica/metafísica/providencialista, sino a eludirla (verwinden); en efecto, la idea de superación conserva algo de escatológico, por lo tanto, de metafísico/cristiano/moderno. La idea de eludir sugiere, por el contrario, el paso tranquilo a otra perspectiva, que es plural y ya no monolítica, hermenéutica (en el sentido de que «interpreta» lo real a partir de datos diversos, cuyas lógicas intrínsecas son heterogéneas, si no contradictorias) y ya no dogmática. El futurismo, a pesar de sus apariencias «novedosas», es un fenómeno posmoderno, afirma Vattimo, porque entremezcla diferentes lenguajes y códigos, permitiendo así una apertura a varios universos culturales, desarrolla una multiplicidad de perspectivas sin tratar de sintetizarlas, de someterlas a un ideal (¿violento?) de conciliación. La modernidad, en Vattimo, no es rechazada, sino absorbida como componente de una posmodernidad marcada por el signo de lo plural.
La contribución de Michel Foucault
La contribución de Foucault al pensamiento contemporáneo es, sobre todo, la sugerencia de una nueva historia intelectual, de una cronología del pensamiento que trastoca los conformismos. Foucault ve una sucesión de diversas rupturas en la historia intelectual europea desde el Renacimiento; en el siglo XVII Europa pasa de la tradición al clasicismo; en el siglo XIX del clasicismo al modernismo (y aquí el término «moderno» adquiere un significado diferente al de Welsch y Lyotard, donde la noción de «modernidad» cubre más o menos la noción foucaultiana de «clasicismo»). Es muy interesante señalar, dice Welsch, que Foucault opone la «doctrina de los órdenes» de Pascal al proyecto de mathesis universalis de Descartes. En Pascal, en efecto, el orden del Amor, el orden del Espíritu y el orden de la Carne tienen cada uno su propia «racionalidad»; la lógica de la fe no es la lógica de la razón ni la lógica de la acción. De ahí que el pensamiento de Pascal postule «diferencias» y no una única mathesis universalis; por lo tanto, es fundamentalmente diferente de la tradición monolítica de Descartes, que prevaleció en Francia. Foucault nos indica que Pascal representa una potencialidad del pensamiento francés que ha permanecido sin explotar.
Además de Pascal, Gaston Bachelard influye en Foucault en su elaboración de una historia intelectual de Occidente. Para Bachelard la evolución de las ciencias y el conocimiento no se produce de forma continua (lineal), sino más bien a través de crisis y «rupturas epistemológicas», de destellos. Cada uno de estos cortes o destellos provoca un vuelco del sistema del saber; inducen breves «períodos axiales», en los que las instituciones, las costumbres y las prácticas políticas deben (o deberían) adaptarse a las innovaciones científicas. Foucault retuvo esta visión rupturalista de Bachelard, en la que las «diferencias» resplandecen en la historia, y su pensamiento pasó así de una fase estructuralista a una fase potencialista (18). El estructuralismo estructural, con Levi-Strauss, había intentado encontrar el Código universal, la invariante inmutable que se escondía en algún lugar detrás de la prolixidad de los hechos y los fenómenos. En este sentido, el estructuralismo era, en cierto modo, la coronación de la modernidad. Foucault, en la primera parte de su obra, suscribió este proyecto estructuralista, para descubrir, finalmente, que nada puede borrar, suplantar, regir o dominar la heterogeneidad fundamental de las cosas. Ninguna «diferencia» puede reducirse a una unidad cualquiera que sea LA última instancia. Tal unidad, hipotética, bautizada unas veces como mathesis universalis y otras como «Código», participa de una lógica de encierro, de un rechazo obstinado y tenaz de lo diverso y lo plural.
La contribución de Gilles Deleuze
[Al lado: dibujo de Béatrice Cleeve, que muestra claramente la complicidad que une a los coautores de El anti-Edipo y Mil mesetas]
Gilles Deleuze pretende afirmar una filosofía de la «libre diferencia». Su interpretación de Nietzsche (19) revela claramente esta intención: «… porque pertenece esencialmente a la afirmación del ser en sí mismo múltiple, pluralista, y a la negación de ser uno o pesadamente monista» (p. 21). «Y en la afirmación de lo múltiple, hay la alegría práctica de lo diverso. La alegría surge como el único motivo para filosofar. La valorización de los sentimientos negativos o de las pasiones tristes, he ahí la mistificación sobre la que el nihilismo funda su poder» (p. 30). Afirmar es, pues, demoler alegremente con un martillo las rigideces pesadamente monistas, es romper para siempre la pretensión de las unidades, de las totalidades, de las instancias decretadas inmutables por los «débiles». Una «diferencia» no indica una unidad subyacente, sino, por el contrario, otras diferencias. De ahí que, tanto para Deleuze como para Foucault, no exista un Código, sino un caos informal que hay que aceptar con alegría. Este caos toma, en Deleuze, la forma del rizoma. Metáfora organicista, el rizoma [red de filamentos radiculares] se distingue del árbol de las tradiciones románticas, en el sentido de que no constituye una especie de unidad separada de otras unidades similares; el rizoma es un bullicio en perpetuo crecimiento o decrecimiento, que se apodera de cadenas evolutivas ajenas y suscita conexiones transversales entre líneas de desarrollo divergentes; es un fundido en cadena, un degradado de color que se mezcla con otro degradado. Deleuze, buen conocedor de Leibniz, se despide aquí de la filosofía de las mónadas para afirmar una filosofía nómada; una filosofía de los rizomas nómadas que producen diferencias no sistemáticas e inesperadas, que fragmentan y abren, abandonan y conectan, diferencian y sintetizan simultáneamente (UPM, p. 142).
La contribución de Jacques Derrida
La contribución de Derrida comienza con un texto de 1968, «La fin de l'Homme» (El fin del hombre), recogido en una antología titulada Marges de la philosophie (Márgenes de la filosofía). Derrida explica en él que la pluralidad es la clave del más allá de la metafísica. La pluralidad es saber hablar varios idiomas a la vez, solicitar conjuntamente varios textos. Es fácil trazar un paralelismo con la «fisiología» de Nietzsche, que toma nota de las multiplicidades del mundo sin querer reducirlas a un denominador común mutilador (20). Lo real son pistas que atraviesan campos diferentes, son enredos. Diferencialista y no rupturalista, Derrida ve la trama del mundo como un proceso de diferencia (différAnce), de diseminación, productor de diferencias. Derrida nos impone esta sutileza lexicográfica (la A y la E) no sin razón. La diferencia (différAnce) implica un principio activo de diferenciación por diseminación, mientras que hablar de diferencias (différEnce) puede sugerir que el mundo, lo real, es una yuxtaposición sin dinamismo y sin interacción de diferencias (différEnces) no entrelazadas. Derrida quiere así escapar de un pensamiento mosaico en el que las diferencias (différEnces) se expondrían unas junto a otras como piezas en una vitrina de museo. Pero la preocupación por mostrar el entrelazamiento de todas las cosas —con su consiguiente irreductibilidad a cualquier singularidad— lleva a Derrida a afirmar que la diferencia (différAnce) que produce diferencias (différEnces) acaba produciendo una papilla de indiferencias (d'indifférEnce), comparable a la hiperteleología obesa de Baudrillard. En esta confusión pueden sumergirse los divulgadores de la «PM difusa», criticada por Welsch (véase supra).
Pero aunque Derrida se retracte en cierta medida con su teoría de la «mezcolanza de indiferencia» (d'indifférEnce) (que inevitablemente tiene un regusto a universalismo, ya que las diferencias [différEnces] se mezclan en ella), aunque, por otra parte, evoca la «mística judía» para ponerse en sintonía con la farsa que es el «rearme teológico» del «nuevo filósofo» BHL, no olvidamos que dijo un día que «todo proyecto de lenguaje universal es una quimera». Mejor aún: estableció la ecuación Apocalipsis = muerte = verdad. El Apocalipsis, preludio de un mundo mejor, es la muerte porque pretende ser la verdad y la verdad no es más que un eufemismo para designar la muerte. La verdad es el deseo, la utopía, de la presencia consumada, del presentismo en el que todo devenir se detiene, se frena, en el que la diferencia (différAnce) deja de producir diferencias (différEnces). Para Derrida, al igual que para Pierre Chassard, analista neoderechista del pensamiento nietzscheano (21), hay que deconstruir el complejo «apocalipsis», el providencialismo productor de psitacismos, derivado de las vulgatas platónica y cristiana.
Posmodernidad «suave» y posmodernidad «dura»
Se puede decir que Lyotard y Derrida comparten una concepción común: para ambos, la posmodernidad no es una nueva época, no es la llegada de una especie de parusía renovada, surgida tras una ruptura/catástrofe, sino el paso, el inevitable contorno (Heidegger/Vattimo) que nos lleva hacia una actitud del espíritu y de los sentimientos, que siempre ha estado ahí, que siempre ha sido virtualidad, pero que hoy se generaliza, a pesar de los intentos «reaccionarios» que son el «rearme teológico», acompañado de su culto a la «Ley» y corroborado por las medidas anti-68 de Ferry y Renaut. La posmodernidad es una apertura a la pluralidad, a la diversificación.
¿Se puede hablar de posmodernidad blanda y posmodernidad dura? La distinción puede parecer ociosa, incluso mutiladora, pero, por comodidad, podríamos calificar de blanda la PM diferencialista de Deleuze y Derrida, con su pensamiento nómada y su indiferencia final, y de dura la PM rupturista de Lyotard. En este caso, esta doble calificación designaría, por un lado, un diferencialismo que se empantanaría en la indiferencia, en la confusión, en el lío del «todo vale» y volvería subrepticiamente al Código, un Código que ya no sería integrador, aglutinador y totalizador, sino un Código negativo, discreto, no integrador y no agonal. Para Lyotard, una ruptura siempre señala la inconmensurabilidad de una diferencia, aunque esta diferencia no sea eterna, inmutable. Las rupturas siempre señalan una densidad particular, que se recompone sin cesar al chocar con hechos nuevos. ¿No es la hiperteleología de Baudrillard análoga, en ciertos aspectos, con la caída en la indiferencia (Derrida) y la nomadización deleuziana? El fin está ahí, nos explica Baudrillard en Amérique (Grasset, 1986), como cuando la diferencia, al ser demasiado fecunda, solo produce indiferencia, metaestabilidad.
Una dinámica de la transgresión
[Leibniz, filósofo de las mónadas, ha sido reinterpretado recientemente por G. Deleuze. Este ve en él al filósofo de los «pliegues» y los «repliegues», que esconderían potencialidades en barbecho, listas para intervenir en el entramado de lo real y luego retirarse o dispersarse].
Contra el aburrimiento que genera la yuxtaposición de metaestabilidades o el reinado de una gran y única metaestabilidad, hay que instrumentalizar una lógica transversal que rompa las homogeneidades cerradas y obligue a sus secuelas a recomponerse de maneras diversas e infinitas. En el plano ideológico y político hay que optar por una lógica de la transgresión, una lógica que se niegue a tener en cuenta los encierros impuestos por las ideologías dominantes y las prácticas políticas; Marco Tarchi, líder de la ND italiana, ha teorizado la «dinámica de la transgresión» (22), que parte de la constatación de la heterogeneidad fundamental de los discursos políticos; en efecto, ¿existe una izquierda y una derecha o unas izquierdas y unas derechas? ¿No se combinan todas estas capas de forma infinita y no tenemos entonces derecho a constatar que la única realidad que existe en última instancia es un magma de deseos complejos? La lógica de la transgresión va directamente a este magma y elude las facilidades dogmáticas, los tótems ideológicos y partidistas que resumen algunos fragmentos de este magma y erigen sus resúmenes en verdades intangibles y perennes. La lógica y la dinámica de la transgresión postulan no rechazar ningún hecho del mundo, combinar sin cesar lógicas decretadas como antagónicas, actuar conciliando deseos divergentes, sin por ello mutilar ni debilitar dichos deseos. La dinámica de la transgresión toma el relevo de la visión de la coincidentia oppositorum de Maître Eckhardt y Nicolás de Cusa.
¿Son posibles las traducciones políticas del desafío posmoderno?
Nuestro movimiento de pensamiento, al constatar que el caos sinérgico de los físicos modernos se ha trasladado del ámbito de las ciencias naturales al de la filosofía, debe proponerse como tarea transmitir el mensaje de la física moderna a la opinión pública y, posteriormente, al ámbito político. De este modo, respondería a su vocación metapolítica. Pasar al ámbito de la política y de la política significa trabajar para sustituir el derecho individualista moderno por un derecho adaptado a las diferencias humanas, ya sean de orden social, étnico, regional, etc.; significa trabajar para acabar con las ideologías económicas modernas y sustituirlas por una economía basada en la «dinámica de las estructuras» (François Perroux); es trabajar por el advenimiento de nuevas formas de representación política, en las que las múltiples facetas de la acción humana estén mejor representadas (modelos: el Senado de las regiones y las profesiones de De Gaulle; los proyectos análogos del profesor Willms, etc.).
El trabajo por hacer es enorme, pero cuando vemos que los rasgos de nuestra trágica visión del mundo y del universo están presentes en todas partes, no hay motivo para desesperar…
♦ Wolfgang Welsch, Unsere postmoderne Moderne, VCH – Acta Humantora, Weinheim, 1987, 344 p.
► Robert Steuckers, Vouloir n.º 54/55, 1989.
Notas:
(1) Anne-Marie Duranton-Crabol, Visages de la Nouvelle Droite: Le G.R.E.C.E. et son histoire, Presses de la Fondation Nationale des sciences politiques, París, 1988.
(2) Véase Nouvelle École n.º 30, 31-32 (Wagner), n.º 40 (Jünger), n.º 41 (Thomas Mann), n.º 35 (Moeller van den Bruck), n.º 37 (Heidegger), n.º 44 (Carl Schmitt). Véase Éléments n.º 40 (Jünger).
(3) Georges Gusdorf, Fondements du savoir romantique, Payot, 1982. G.G., L'homme romantique, Payot, 1984. G.G., Le savoir romantique de la nature, Payot 1985.
(4) Éditions Mme, Crellestrasse 22, Postfach 327, D1000 Berlín 62.
Entre los libros del trío inconformista Matthes, Mattheus y Berglleth, cabe citar: Gerd Bergfleth et alii, Zur Kritik der palavernden Aufklärung, 1984 (véase la reseña en Vouloir n.º 27); Gerd Bergfleth, Theorie der Verschwendung: Einführung in Georges Batailles Antiökonomie, 1985, 2.ª ed. Bernd Mattheus y Axel Matthes (eds.), Ich gestatte mir die Revolte, 1985. Bernd Mattheus, Heftige Stille, andere Notizen, 1986. La obra de Mattheus sobre Bataille consta de dos volúmenes: 1) Georges Bataille: Eine Thanatographie, Band I: Chronik 1897-1939; 2) Band II: Chronik 1940-1951. Todos estos volúmenes están disponibles en Matthes u. Seitz Verlag, Mauerkircher Strasse 10, Postfach 860528, D-8000 München 86.
(5) J.-L. Loubet del Bayle, Les non-conformistes des années 30: Une tentative de renouvellement de la pensée politique française, Seuil, 1969.
(6) Para Nietzsche, hay que ir más allá del hombre (medio); esta búsqueda, esta transgresión de la media, es propia del «suprahombre» y, por lo tanto, de lo que podríamos llamar el «suprahumanismo». En los círculos neoderechistas, en Giorgio Locchi y Guillaume Faye, el término «suprahumanismo» se ha utilizado en este sentido, en este deseo de liberar al hombre de su definición racionalista/iluminista, demasiado limitada en vista de la abundante diversidad de la realidad.
(7) Kart Heinz Bohrer, Die Ästhetik des Schreckens: Die pessimistische Romantik und Ernst Jüngers Frühwerk, Ullstein, Fráncfort del Meno, 1983 (2.ª ed.). Para el autor, los rasgos de la PM ya se perfilan en las visiones literarias de Jünger y en su rechazo de la antropología moderna/burguesa.
(8) Para comprender toda la diversidad de la PM arquitectónica, véase el libro de Charles Jencks, Die Postmoderne: Der nette Klassizismus in Kunst und Architektur, Klett-Cotta, 1987. La versión inglesa de esta obra se publicó simultáneamente: Post-Modernism, Academy Editions, Londres, 1987 (dirección: ACADEMY GROUP Ltd, 7/8 Holland Street, Londres W8 4NA).
(9) Para comprender la importancia de Thomas S. Kuhn en el ámbito de la epistemología científica y la problemática que nos ocupa aquí, es útil remitirse a las explicaciones que nos ofrece el filósofo Walter Falk en dos de sus libros: 1) Vom Strukturalismus zum Potenzialismus: Ein Versuch zur Geschichts- und Literaturtheorie (Alber, Friburgo i.B., 1976, pp. 111-120; reseña en Vouloir, n.º 15/16, 1985) y 2) Die Ordnung in der Geschichte: Eine alternative Deutung des Fortschritts (Burg Verlag, Sachsenheim, 1985; pp. 111-114).
(10) Además de las obras del mismo Feyerabend, véase Angelo Capecci, La scienza tra fede e anarchia: L'epistemologia di P. Feyerabend, La goliardica editrice, Roma, 1977.
(11) Para Mohler la Konservative Revolution establece nuevos valores que trascienden los temores y las decepciones del nihilismo occidental; el Umschlag de la KR ya no se enfrenta a la decadencia con la voluntad de detenerla, sino, por el contrario, acelerando al máximo estas tendencias para que alcancen lo más rápidamente posible su fase terminal. En este sentido, la KR es fundadora de nuevos valores, al igual que lo fue el periodo alrededor del año 500 para los griegos, según Jaspers, quien utiliza el término Achsenzeit, periodo axial (véase Karl Jaspers, Introduction à la philosophie, UGE/10-18, 1965; véase también la pertinente interpretación que hace John Macquarrie, en Existentialism, Penguin, Harmondsworth, 1973).
(12) Véase Giorgio Locchi, L'Essenza del Fascismo: Un saggio e un intervista a cura di Marco Tarchi, Edizioni del Tridente, s.l., 1981.
(13) Véase Barbara Stolberg-Rilinger, Der Staat als Maschine: Zur politischen Metaphorik des absoluten Fürstenstaats, Duncker & Humblot, Berlín, 1986 (reseña en Vouloir n.º 37-38-39, 1987).
(14) Véase George Gusdorf, L'homme romantique, op. cit., pp. 243-245.
(15) Georges Gusdorf, ibíd., pp. 159-173. Para más detalles sobre la personalidad de Carus, véase: Ekkchard Meffert, Carl Gustav Carus, Sein Leben - seine Anschauung von der Ende, Verlag Freies Geistesleben, Stuttgart, 1986; Carl Gustav Carus, Zwölf Briefe über das Erdleben, Verlag Freies Geistesleben, Stuttgart, 1986.
(16) Friedrich Kaulbach, Sprachen der ewigen Wiederkunft: Die Denksituation des Philosophen Nietzsche und ihre Sprachstile, Königshausen & Neumann, Würzburg, 1985. Sobre este libro, véase R. Steuckers, «Regards nouveaux sur Nietzsche», en Orientations n.º 9, 1987.
(17) Reinhard Löw, Nietzsche, Sophist und Erzieher: Philosophische Untersuchungen zum systematischen Ort von Friedrich Nietzsches Denken, Acta Humaniora, Weinheim, 1984. Sobre este libro, véase R. Steuckers, art. cit. en nota (16).
(18) Sobre el potencialismo de Foucault, véase Walter Falk, Vom Strukruralismus zum…, op. cit. en la nota (9), pp. 120-130; véase también Walter Falk, Die Ordnung…, op. cit. en la nota (9), pp. 114-116.
(19) Gilles Deleuze, Nietzsche, PUF, 1968.
(20) Helmut Pfotenhauer, Die Kunst als Physiologie: Nietzsches ästhetische Theorie und literarische Produktion, J.B. Metzlersche Verlagsbuchhandlung, Stuttgart, 1985. Sobre este libro, véase R. Steuckers, art. cit. en nota (16).
(21) Pierre Chassard, La philosophie de l'histoire dans la philosophie de Nietzsche, GRECE, París, 1975.
(22) Véase Marco Tarchi, «Dinamica della trasgressione: dal «Né destra né sinistra» all «Se destra e sinistra»», en Trasgressioni n.º 1, 1986.
Fuente: https://robertsteuckers.blogspot.com/2012/11/la-genese-de-la-postmodernite-robert.html
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera