Cuando el helenismo se encontró con el budismo
Odysseus Bournias Varotsis muestra cómo el greco-budismo, nacido de las conquistas de Alejandro, fusionó el arte, la realeza y la filosofía griegas con el budismo para crear una visión universal de la sabiduría y la compasión.
Cuando la mayoría de la gente imagina al Buda, piensa en imágenes serenas procedentes de la India, el Tíbet o Japón. Pocos adivinarían que las primeras estatuas de Siddhārtha Gautama —el Buda histórico— fueron esculpidas en un estilo claramente griego, a la sombra del Hindu Kush. Aún menos personas saben que, durante siglos, el budismo habló griego, vistió túnicas griegas y debatió según la dialéctica griega.
Esta notable unión cultural es lo que los historiadores denominan greco-budismo: el encuentro de la civilización helenística, nacida de las conquistas de Alejandro Magno, con las corrientes espirituales de la India. Pero el greco-budismo fue mucho más que un arte. Fue una fusión de mundos que trastornó la propia evolución del budismo, sentó las bases del Mahāyāna e influyó en la forma en que millones de personas entenderían la compasión, la sabiduría y el cosmos.
Encuentro en la encrucijada de los mundos
Cuando los ejércitos de Alejandro llegaron al Punyab en el siglo IV a. C., dejaron tras de sí ciudades, instituciones y rutas comerciales que conectaban Grecia con la India. Los reinos indo-griegos de Bactriana y Gandhāra se convirtieron en un vibrante corredor cultural donde la filosofía griega y la espiritualidad budista se encontraron en pie de igualdad.
Los artistas de Gandhara comenzaron a esculpir al Buda en formas naturalistas y helenísticas: sereno, juvenil, envuelto en los pliegues de un himation de filósofo. Hasta entonces, el Buda solo se representaba mediante huellas, ruedas o tronos vacíos; de repente, se hizo visible como theios anēr, un «hombre divino» en el sentido helenístico, al igual que Heracles, Asclepio o Pitágoras, que encarnaban la presencia divina en forma humana. Esta transformación no fue un simple préstamo estilístico. Expresaba el reconocimiento del Buda como maestro universal, cuya función podía entenderse en todas las culturas.
Menandro: un rey del Dharma en la memoria griega y budista
Un rey indo-griego, en particular, marcó el imaginario budista: Menandro I (Milinda), que reinó entre 165 y 130 a. C. Conocido en el Milindapañha («Las preguntas de Milinda»), Menandro entabló con el monje Nāgasena una serie de diálogos filosóficos tan rigurosos como los de la Academia de Platón. Discutieron sobre la naturaleza del yo, el renacimiento y la liberación, cuestiones formuladas en un estilo dialéctico griego, pero resueltas con sabiduría budista.
Menandro fue recordado no solo como rey filósofo, sino también como protector del Dharma. Tras la usurpación antibudista que fracturó el Imperio Maurya, Menandro defendió tanto a sus súbditos griegos como a la saṅgha budista, lo que le valió el título de Soter, el «Salvador». A su muerte, las crónicas budistas cuentan que sus reliquias fueron honradas como las del propio Buda: divididas y engarzadas en estupas a lo largo y ancho de su reino. Este acto extraordinario lo sitúa junto a Aśoka entre los grandes cakravartins, reyes universales que hacen girar la rueda del Dharma.
Panteones en la encrucijada: héroes, guardianes y bodhisattvas
El gran panteón del budismo Mahāyāna, con sus budas cósmicos, sus radiantes bodhisattvas y sus orígenes primordiales de la iluminación, no nació en aislamiento. Vio la luz en la encrucijada cultural de Gandhāra, donde se encontraron y fusionaron las visiones del mundo indio, iraní y helénico. Esta fusión no fue simétrica: el budismo absorbió y transfiguró los motivos externos para integrarlos en su propia visión soteriológica.
De los griegos proviene el modelo del héroe y del hombre divino (theios anēr), figuras como Heracles y Asclepio, que servían de enlace entre los dioses y los mortales. Estos encontraron eco en los bodhisattvas, que encarnan la compasión, la sabiduría y el poder, puentes entre el samsāra y el nirvāṇa. De los iraníes procedían los yazatas, guardianes angelicales del orden cósmico, cuya función estructural se encuentra en los Cinco Budas cósmicos, cada uno de los cuales preside un ámbito del despertar. De la India llegaron el marco kármico y el ideal del cakravartin, el soberano del Dharma, que se combinó con la realeza helenística para dar forma a la figura del rey-salvador budista.
El resultado fue un panteón propiamente budista, pero cuyas formas eran reconocibles en todas las culturas: héroes griegos, guardianes iraníes, devas hindúes e intermediarios platónicos, todos ellos reinterpretados como emanaciones del Dharmakāya, la realidad última.
Pirrón en la India: un filósofo griego entre los sabios
El encuentro no fue unidireccional. Pirrón de Elis, que acompañó a Alejandro a la India, regresó a Grecia transformado. Los relatos antiguos lo describen pasando tiempo entre los Σαμαναίοι (Śramaṇas), filósofos ascéticos, sin duda precursores de la saṅgha budista, que conservaban las primeras enseñanzas radicales de Buda. Su rechazo del dogma y los apegos mundanos impresionó profundamente a Pirrón.
A partir de estos sabios, desarrolló la filosofía del escepticismo, que abogaba por la suspensión del juicio (epochè) y la búsqueda de la paz interior (ataraxia). Su discípulo Timón de Fliunte consignó estas enseñanzas. Algunos investigadores han sugerido que esto representaría el primer testimonio escrito de ideas directamente influenciadas por el budismo y, lo que es más notable, en griego en lugar de la india. Aunque especulativa, esta tesis está sólidamente argumentada y pone de relieve lo pronto que el diálogo greco-budista pudo entrar en la historia literaria.
La oikoumene de Alejandro y el Gran Vehículo
Alejandro soñaba con una oikoumene, un mundo unido por leyes y una cultura común. Su imperio desapareció, pero el arquetipo sobrevivió: la salvación no mediante la huida del mundo, sino en su seno, a través de un orden universal que abarca la diversidad al tiempo que tiende hacia la unidad.
Esta visión resonó con la aparición del Mahāyāna o «Gran Vehículo» del budismo. Al igual que Alejandro quería unir a pueblos diversos en una sola oikoumene, el Mahāyāna concibió un vasto vehículo que llevaba a todos los seres hacia la iluminación, no como un camino solitario de renuncia, sino como un proyecto universal de compasión y liberación.
Gandhāra: cuna de una revolución erudita
Más allá del arte y la realeza, Gandhāra fue también un centro intelectual. Allí se cristalizó la tradición del Abhidharma, análisis sistemáticos de la mente, la materia y la conciencia. Los monjes gandharianos clasificaron los fenómenos con el rigor de la taxonomía aristotélica, mezclando el método lógico griego y la intuición budista.
Esta cultura escolástica dio lugar a las grandes escuelas del Mahāyāna: el Madhyamaka, con sus deconstrucciones dialécticas, y el Yogācāra, con su psicología de la conciencia. El budismo que hoy conocemos como Mahāyāna —filosófico, cosmológico, devocional— germinó en este terreno greco-budista.
Un destino compartido: ayer y hoy
El greco-budismo nos muestra que las civilizaciones no florecen en el aislamiento, sino en el encuentro. Sin la influencia griega, el budismo podría haber seguido siendo una vía ascética austera e individualista. Sin el budismo, el universalismo ecuménico griego podría verse como un imperialismo ciego en el que prevalece la ley del más fuerte. Juntos, crean una visión de la sabiduría y la compasión que trasciende las fronteras culturales y confesionales.
En el mundo helenístico, Europa y Asia compartieron un destino durante un tiempo. La fusión del helenismo y el budismo creó un símbolo del orden universal: un Dharma capaz de sostener el mundo, un «Gran Vehículo» para la humanidad.
Hoy, en un momento en el que Oriente y Occidente vuelven a encontrarse en un mundo multipolar marcado por tensiones y convergencias, este antiguo encuentro vuelve a cobrar relevancia. No solo ofrece una lección de historia, sino también, sin duda, un símbolo fundamental para una nueva civilización: la síntesis creativa del espíritu europeo y asiático puede dar lugar a un nuevo amanecer cultural. Para Europa esta fusión podría anunciar nada menos que un renacimiento, una resurrección inspirada en el recuerdo de que, no hace mucho tiempo, los reyes del imperio de Alejandro soñaban con un reino en el que Europa, Oriente Medio y Asia se entremezclaran. De su unión surgieron nuevos horizontes, tanto terrestres como metafísicos, que irradiaban un poder numinoso y una inspiración audaz.
Bibliografía recomendada
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Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera