Las crisis culturales y las gramáticas de la multipolaridad
En su tratado Hacia la paz perpetua (Zum ewigen Frieden, 1795), Kant había defendido que la moralidad racional debía sustentar un orden político justo y duradero, insistiendo en que la paz no es meramente la ausencia de guerra o un equilibrio de poder frágil y temporal —una «paz transitoria»—, sino una condición jurídica establecida activamente a través de principios a priori derivados de la razón práctica.
Tras la caída del Muro de Berlín, los europeos se permitieron un descanso de la Realpolitik, adoptando una disposición más kantiana que el propio Kant, convencidos de que el ideal de la paz perpetua estaba al alcance de la mano.
Animadas por esta visión, las eufóricas élites occidentales, persuadidas de que la historia había llegado a su triunfante fin, se dispusieron a imponer su propia síntesis del materialismo dialéctico, embarcándose en una serie de intervenciones globales para moldear el mundo a su imagen y semejanza, perdiendo así el contacto con la realidad, como ya hemos comentado en otra ocasión. Así, la crisis actual en Ucrania revela no tanto el agotamiento del agonismo dialéctico entre Estados como la incapacidad de los intelectuales occidentales para articular una visión equitativa y pluralista del mundo (Huntington, 1996).
Por el contrario, la prohibición de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana resuena con el vandalismo iconoclasta de Oliver Cromwell y la Kulturkampf de Bismarck, traicionando un esfuerzo por imponer un monoculturalismo que sustituye la laicidad (la neutralidad pasiva de la autoridad civil frente a la religión) por el laicismo (la militancia activa de la autoridad civil contra la religión), sustituyendo lo cultural por lo religioso.
Es pertinente subrayar aquí que, si bien Friedrich Gogarten sostiene acertadamente que la fe y la cultura no pueden funcionar al unísono —pues si las crisis culturales envuelven a la religión, ello significa la disolución de la religión en la cultura, mientras que la religión debería ser la crisis de toda cultura (Gogarten, 1953)— no menos convincente es la tesis de Paul Tillich de que la religión constituye la sustancia de la cultura y la cultura la forma de la religión (Tillich, 1959).
Al examinar más de cerca los múltiples esfuerzos por homogeneizar las culturas nacionales, nos encontramos con la premisa central del idealismo hegeliano: a saber, que el ser individual se forma a través de la negación de lo absoluto, cuya subjetividad histórica niega simultáneamente (negando primero la universalidad de la razón abstracta y luego negando la negación abstracta de esa universalidad), hasta que redescubre lo absoluto al alcanzar el autoconocimiento. Esta negación de la negación, al sublimarse, se convierte en un principio afirmativo, la fuerza motriz de la Historia (Hegel, 1807/1977).
Esta es la intrincada base de la tesis dialéctica del fin de la historia, cuya insuficiencia su autor se resiste a reconocer, a pesar de la palpable aparición de una realidad multipolar (Fukuyama, 1992).
El fracaso hasta ahora del proyecto de hegemonía cultural global constituye, en esencia, un caso de dialéctica negativa, en el que los actores nacionales que se oponen críticamente a él defienden la negatividad —antítesis— criticando la sistematización de la cultura —síntesis—, dando prioridad al objeto sobre su concepto y poniendo en primer plano las dimensiones intelectuales, éticas y praxiológicas de la realidad histórica sobre el idealismo abstracto del globalismo (como síntesis de la teología secular, la ética, la economía política y la ciencia). Esto denota un sentido genuinamente dialéctico (a través de la negación de lo falso), por el cual cada elemento de la relación se convierte en lo que es a través de la oposición al otro (Adorno, 1966/2007).
Entre los componentes de esta síntesis, el aspecto religioso de la civilización merece una atención especial. Siguiendo a Samuel Taylor Coleridge adoptamos la premisa de que el cristianismo posee la virtud de existir simultáneamente como forma intelectual y práctica devocional, lo que le permite dirigirse de manera coherente tanto a la intelectualidad como al pueblo llano, proclamando la universalidad de su llamamiento (Coleridge, 1817/2009). Esto sigue siendo así, ya que el esfuerzo moderno por eliminar la dimensión religiosa de la existencia humana —«matar a Dios»— ha engendrado incredulidad y melancolía, subproductos de una cultura industrializada que, al renunciar a su papel de crítica social y consuelo estético, se reduce a una mera distracción (Nietzsche, 1882/2001).
El sujeto posmoderno, a diferencia del moderno, se caracteriza por su indiferencia ante la muerte de Dios, careciendo de un sentido trágico de la vida, lo que lo lanza a una búsqueda inútil de profundidad e intencionalidad dentro de sí mismo para escapar de un yo que aborrece pero que no puede reemplazar, ya que la muerte de Dios significa que ya no encuentra en la humanidad un lugar interior donde habitar (Taylor, 2007). En esta situación, la humanidad se deja llevar por los artificios y las apariencias, con el único objetivo de producir para consumir y consumir para producir. Sin embargo, la humanidad intuye que, por encima de esta existencia desencantada, está radicalmente ligada a una dimensión personal del ser que la conecta con lo trascendental.
En otras palabras, este religare —innato en la humanidad— no consiste simplemente en poseer religión, sino en ser religión: la capacidad de dotar de significado a la vida y a la muerte mediante un acto de libre albedrío (Zubiri, 1986). A diferencia de la coacción, religare no denota una sumisión condicional, sino una conexión incondicional con todo lo que es real en cuanto real, fundamentada en el ser mismo, es decir, en la realidad «absolutamente absoluta» que llamamos Dios, «más íntima para nosotros que nosotros mismos».
Recordando una vez más a Gogarten, observamos la condición dialéctica negativa de esta intimidad: si, al buscar conocer a Dios, aprendemos sobre nosotros mismos, la dualidad entre creador y criatura debe ser negada, ya que una relación dialéctica impediría su unión, lo que sugiere que lo dialéctico no reside en nuestra relación con el creador, sino en nuestra propia existencia (Gogarten, 1953).
La segunda premisa, que refuerza la primera, se basa en la permeabilidad del cristianismo y la estructura dinámica de su comunión, que ha trascendido circunstancias individuales e históricas específicas, incorporando expresiones religiosas y filosóficas de otros pueblos (por ejemplo, la yuxtaposición del misticismo judío, el racionalismo helenístico y el legalismo romano, como ocurrió anteriormente con las formas religiosas mesopotámicas y egipcias) sin sucumbir al sincretismo, al tiempo que influye a su vez en otras culturas (Eliade, 1959).
Esta ductilidad dota al cristianismo de la potencia teológica necesaria para servir de base a un entendimiento esencial entre los pueblos que rechazan la inevitabilidad de la síntesis global. De hecho, el Concilio Vaticano II fomentó el reconocimiento de los valores positivos y los principios de verdad de las religiones no cristianas como vía para el diálogo. Un precedente temprano de esta vía de inculturación se encuentra en Matteo Ricci, el jesuita del siglo XVII que empleó la ética estoica de Epicteto, tal y como se articula en el Enquiridión, como vehículo para la propedéutica cristiana dentro de la cultura confuciana de China, haciendo hincapié en una filosofía de la razón y la realidad de las cosas como intersección entre el cristianismo y el confucianismo.
Esto tuvo un notable impacto entre los intelectuales chinos, que culminó en la publicación en 1603 de su catecismo, Tianzhu Shiyi (El verdadero significado del Señor del Cielo), que se ganó un lugar junto a las enseñanzas taoístas, budistas y confucianas, transmitiendo las verdades cristianas a través de la razón y el método argumentativo de la tradición escolástica (Ricci, 1603/1985). El esfuerzo de Ricci supuso un proceso personal de kenosis, despojándose de lo superfluo de su bagaje cultural para preservar lo esencial de su fe religiosa, encarnando el aforismo taoísta: «De la existencia surgen las cosas, y de la no existencia, su utilidad» (Laozi, siglo VI a. C./1993).
Siglos más tarde, el filósofo japonés Tanabe Hajime siguió un camino inverso, abordando la metafísica europea utilizando elementos sacramentales de la doctrina cristiana, como la contrición (Tanabe, 1946/1986). Tanabe desarrolló una lógica en la que las contradicciones no son conflictivas y conceptualizó la nada absoluta (shunyata) no como vacuidad, sino como un basho trascendente, un espacio sin forma de conciencia no objetivada y libre de antinomias, donde el «verdadero yo» alcanza un desarrollo mental sin restricciones.
Aquí discernimos la influencia del diálogo filosófico entre la Escuela de Kioto, Husserl y Heidegger, mediado por Emil Lask, así como la coincidencia de Heidegger con Hegel en que «el ser puro y la nada pura son lo mismo», extendiéndose aún más para afirmar que el ser, como esencialmente finito, se manifiesta solo en la trascendencia de la existencia que flota sobre la nada (Krummel, 2019).
A partir de este legado filosófico, Tanabe formuló su metanoética (zangedō), una filosofía de transformación radical a través del arrepentimiento (zange), que se alinea con la noción cristiana de que el pecado es la separación de Dios que surge de la autoafirmación. La metanoética es, por lo tanto, una filosofía de afirmación de la negación absoluta (nada absoluta), por la cual la realidad se somete a una crítica y transformación absolutas, trascendiendo los límites de la lógica autoidentitaria.
Este camino metanoético de la soteriología a través de la kenosis —la autonegación que conduce al renacimiento como un nuevo ser— resuena con la teología de la teosis, basada en la patrística de Máximo el Confesor («Él descendió para que nosotros pudiéramos ascender») y Atanasio de Alejandría («Dios se hizo hombre para que nosotros pudiéramos hacernos divinos»).
Inspirándose en la Séptima Morada de Santa Teresa de Ávila, donde describe la unión del alma con lo divino como el agua de la lluvia que se funde indistintamente en un río que fluye, se encuentra una vívida imagen de la participación mística en lo divino. Esta metáfora transmite no solo proximidad, sino también transformación ontológica: la disolución de la separación en una unidad superior sin pérdida de identidad. Estas imágenes resuenan con la filosofía de la metanoética de Tanabe, que enfatiza un movimiento más allá del ego finito hacia el abismo de la nada absoluta, donde la individualidad se niega y se preserva a un nivel superior de participación.
De manera similar, San Juan de la Cruz concibe la realidad misma como unión con lo Absoluto, empleando el lenguaje de la nada para articular la negación radical de lo relativo con el fin de llenarse de lo infinito. Para Juan, la negación no es una mera privación, sino una limpieza dinámica, un vaciamiento de apegos y concepciones conceptuales, a través del cual el alma se vuelve receptiva a la plenitud divina. Sus Versos sobre el monte de la perfección cristalizan esto a través de una dialéctica negativa: «Para llegar a disfrutar de todo, desear no disfrutar de nada; para llegar a poseer todo, desear no poseer nada; para llegar a ser todo, desear no ser nada; para llegar a conocer todo, desear no conocer nada».
Esta visión dialéctica socava la posibilidad de síntesis en el sentido convencional, ya que lo finito, el «algo» aprehensible, no puede combinarse de forma aditiva para alcanzar lo infinito, lo «Todo» inaprensible. Lo infinito no surge a través de la acumulación, sino a través de la desposesión. Así, la Noche Oscura del Alma puede interpretarse como un proceso kenótico en el que el yo se vacía para unirse a Dios. Aquí, la kenosis y la teosis no son secuenciales, sino que se entrelazan: el vaciamiento divino hace posible la participación humana en la divinidad, mientras que el vaciamiento humano refleja y responde a la kenosis divina.
En diálogo con la metanoética de Tanabe, esta dinámica se vuelve filosóficamente legible como un alejamiento radical del poder propio (jiriki) hacia el poder ajeno (tariki), una rendición metanoética en la que la imposibilidad de la síntesis a través del esfuerzo humano se abre al don de la unión divina. Bajo esta luz, el misticismo de Juan y la filosofía de Tanabe coinciden: ambos insisten en que el camino hacia la unión con el Absoluto no se encuentra en la autoafirmación, sino en la paradójica fecundidad de la autonegación.
Referencias
Adorno, T. W. (2007). Negative dialectics (E. B. Ashton, Trans.). Continuum. (Original work published 1966)
Coleridge, S. T. (2009). Aids to reflection (J. Beer, Ed.). Princeton University Press. (Original work published 1817)
Eliade, M. (1959). The sacred and the profane: The nature of religion (W. R. Trask, Trans.). Harcourt Brace.
Epictetus. (2008). Enchiridion (G. Long, Trans.). Dover Publications. (Original work published 135)
Gogarten, F. (1953). Demythologizing and history. SCM Press.
Kant, I. (2007). Perpetual peace: A philosophical essay (M. C. Smith, Trans.). Cosimo Classics. (Original work published 1795)
Krummel, J. W. M. (Ed.). (2019). Contemporary Japanese Philosophy: A Reader. Rowman & Littlefield International.
Tanabe, H. (1986). Philosophy as metanoetics (T. Yoshinori, V. Viglielmo, & J. W. Heisig, Trans.). University of California Press. (Original work published 1946)
Taylor, C. (2007). A secular age. Harvard University Press.
Tillich, P. (1959). Theology of culture. Oxford University Press.
Zubiri, X. (1986). Sobre el hombre. Alianza Editorial.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera