SOBRE LA «GRAN POLÍTICA». Nietzsche, Heidegger, Schmitt, Aron, Kissinger
Nietzsche y la voluntad de poder
Los acontecimientos trágicos de la historia siempre pueden interpretarse a partir de una definición de lo político. Pero, ¿cuál es esa definición y qué implica para el futuro de los Estados y los pueblos o, más profundamente, para la historia?
¿Es la voluntad de poder una especie de «voluntad»? Para caracterizar la voluntad de poder, Nietzsche habla de un «instinto» natural, de tal manera que es imposible para los seres vivos no intentar liberarse de un impulso, indispensable para la perpetuación del ser. Nietzsche retoma el concepto de voluntad de Schopenhauer, llamándolo «voluntad de poder», pero con una distinción fundamental, «la negación de toda finalidad». En efecto, para Nietzsche, la voluntad «hace lo que quiere», ya que es, en realidad, su propia y única finalidad. ¿Dónde situar entonces el sentido de la acción política, de la gran política?
«Política interior» y «gran política». Los elementos de una «gran política»
Sin duda, en la política exterior, que es la parte de la actividad estatal orientada hacia el «exterior» y que a menudo implica una demostración de fuerza, en contraposición a la política interior, cuyos problemas a resolver rara vez son de carácter existencial.
León Tolstói lo confirma en Guerra y Paz precisando: «Todos los historiadores están de acuerdo: la actividad exterior de los Estados y las naciones, en sus conflictos entre sí, se expresa a través de las guerras, y el poder político de los Estados y las naciones aumenta o disminuye en proporción directa a sus fortunas militares».
El prestigio, el coraje y el riesgo se entremezclan así en la «gran política», donde tres dimensiones parecen fundamentales: la supervivencia, la visión de futuro y el mito de la gloria. ¿Qué es en el fondo la «gran política»? El equilibrio de poder y los enfrentamientos hegemónicos, la que magnifica a sus actores y convierte la Historia en un mito, la que erige a los pueblos en héroes, mostrando a la realidad perspectivas de ascenso y victoria. Una política del Destino, de las grandes ocasiones y de la fatalidad.
Nietzsche, frente a la política doméstica o nacional, establece los elementos de una «gran política», un movimiento de oposición a las fuerzas débiles pero seculares del cristianismo y a las contingentes y aleatorias del movimiento democrático, y convierte al «partido de los vivos» (la revolución conservadora) en la «energía de elevación» de la humanidad a través de la cultura. Desde este punto de vista, la gran política aparece como una responsabilidad sobre el futuro alemán y europeo, que impulsa a superarse a uno mismo y a crear. En el fondo, la esencia del ser y el impulso vital impulsan la transformación de un pueblo, porque «donde falta la voluntad de poder, hay declive». La situación actual de Europa, cobarde y marginada, es una demostración evidente de ello (2025).
La gran política, como cambio interestatal y gran estrategia
Si en geopolítica, el concepto de «gran política» se refiere a un Estado que posee una influencia y una capacidad de acción significativas en la escena internacional, esta aptitud se manifiesta mediante el despertar de su pasado y su tradición, así como por la conciencia de sus intereses, definidos por una especie de ambigüedad estratégica. Es a través del baluarte de las incertidumbres políticas y militares que impone límites disuasorios a la acción de los demás y los influye de manera inhibidora, configurando así el orden mundial. El modelo de Gran Política como aspiración a una gran estrategia de cambio ha sido y sigue siendo el de la democracia imperial de los Estados Unidos de América y, específicamente, el de Trump.
Nietzsche y Heidegger sobre la democracia, una variedad del nihilismo.
Sin embargo, en lo que respecta a la democracia, las opiniones de Heidegger entre las dos guerras mundiales eran inequívocas: «Europa sigue aferrándose a la democracia y no quiere darse cuenta de que esta supondría su muerte histórica —decía en 1937 en su curso sobre Nietzsche—, ya que la democracia no es más que una variante del nihilismo, es decir, de la devaluación de los valores más elevados… Y hoy en día, nadie puede negar que en la cultura woke occidental (subcultura de las desigualdades y las discriminaciones) se ha producido un cambio radical en el sistema de valores europeos y blancos.
¿Recurso al soberanismo y a la «filosofía de la vida»?
De su concepción discriminatoria del hombre y su desprecio por la razón histórica, Heidegger retoma dos aspectos estrechamente relacionados en su elección filosófica, opuesta a la Ilustración. Vio en el recurso a la razón utópica por parte de los enemigos de Alemania (la Rusia socialista y comunista) un refugio para «los que no piensan». Ya en marzo de 1916, Heidegger escribía: «¡Hoy sé que una filosofía de la vida verdaderamente viva (revolución conservadora) tiene derecho a existir!». De hecho, Martin Heidegger quedó marcado por su lectura de los Escritos políticos de Fiódor Dostoyevski. Retuvo su concepción del terruño (Heimat) y de ella extrajo una concepción racial de la germanidad y la rusidad que expresaría en sus Cuadernos de los años 1939-1941, contemporáneos del pacto germano-ruso. La sucesión de afirmaciones heideggerianas sobre Rusia muestra claramente que, para él, Rusia sigue siendo un adversario cuya fuerza mide frente al pueblo alemán, el único pueblo verdaderamente histórico y metafísico, el único que vive en la «Gran Política», la política de lo trágico y de la historia.
La «gran política», grande por lo que está en juego y por sus repercusiones, va mucho más allá del «Jus Pubblicum Europaeum» y de la ideologización de la guerra fría. Nos llega intacta y complejizada, enriquecida con nuevas formas de antagonismo y conflicto.
Ahora bien, la «revolución conservadora alemana» de 1930, revitalizada en sus conceptos a la luz de las experiencias intelectuales de nuestros días y sepultada bajo la espesa ilusión integracionista y multilateralista de la Europa posterior a 1945, resuena de nuevo, bajo la fuerza tectónica de las relaciones de poder.
Fue bajo el cuestionamiento de las realidades coloniales y los ideales de independencia y soberanía que se desintegraron los grandes imperios europeos y se afirmó el proceso de descolonización del Tercer Mundo. Estos orígenes se remontan, mutatis mutandi y por mimetismo intelectual, a la «revolución conservadora» alemana de 1920 y 1930. Es en un contexto político inédito, hostil y democrático, donde el trabajo conceptual de Carl Schmitt y otros autores de entreguerras ha conservado, tanto en Europa como fuera de ella, toda su relevancia y vitalidad.
Carl Schmitt y las teorías de la acción excepcional
Desde la publicación de La noción de lo político (1932) hasta La teoría del partisano (1962), es decir, desde el periodo de entreguerras hasta la descolonización, desde las guerras partidistas hasta el terrorismo y el conflicto árabe-israelí y palestino-israelí, los acontecimientos de la historia reciente pueden interpretarse siempre a partir de una misma definición de la política, mediante la adaptación del binomio conceptual amigo-enemigo. La teoría decisional se presenta en realidad como una teoría de la excepcionalidad de la acción política frente al pensamiento del «statu quo» y del orden inmanente y, a través de ella, Schmitt afirma la supremacía de la voluntad sobre la razón, de la decisión política sobre la moral y el derecho, adoptada por el pensamiento anglosajón. En la inmediata posguerra, R. Aron, que llegó a la política a través de la filosofía alemana de la historia, no pudo disociar la política y la guerra de las perspectivas de estabilización en Europa y en el sistema de relaciones internacionales, que se habían vuelto planetarias. La «gran política» adquirirá con él la perspectiva demoníaca de lo trágico.
La «gran política»: de la Machtpolitik a la Power Politics
De hecho, para R. Aron, las palabras «power» y «macht» están rodeadas de una especie de resonancias aterradoras.
Los especialistas estadounidenses en relaciones internacionales utilizan el término «power politics» —dice— para referirse tanto a la esencia de las relaciones entre Estados como a una doctrina de dichas relaciones. Así, purificado de su fatalismo trágico, el término Macht-Politik, evocador del sentido que le viene de sus orígenes filosóficos y de su encarnación alemana (die Dämonie der Macht), no puede eludir su verdadera naturaleza, la de las relaciones de poder. Se tratará de diseccionarlo a partir de sus modos de acción.
R. Aron o el poder como «capacidad de hacer, de hacer hacer, de impedir hacer y de negarse a hacer»
Analizado en sus modos de acción, el poder, como base de la «gran política», es una «capacidad de hacer, de hacer hacer, de impedir hacer y de negarse a hacer». Ahora bien, como recuerda Serge Sur, «la capacidad de hacer remite al poder. La capacidad de hacer hacer remite a la influencia. La capacidad de impedir hacer remite al uso de la fuerza y la capacidad de negarse a hacer remite a la independencia. El poder se encuentra en la encrucijada entre el poder, la influencia, la independencia y la fuerza». Sin embargo, la «gran potencia» también se caracteriza por la capacidad de coaccionar y disuadir y, en términos políticos, por el estatus jerárquico de «grande» o «super-grande», árbitro del tipo de paz y del tipo de guerra lícitos y aceptables. Aquí, el estatus de la fuerza física se tiñe de un nuevo concepto, el de legitimidad, interna e internacional, que reconcilia el consenso interno y la prohibición internacional. Aunque el poder se ha constituido históricamente como una capacidad de coacción y, según Clausewitz, como la capacidad de doblegar la voluntad adversaria, es sobre el postulado de la fuerza que nació la escuela realista de las relaciones internacionales y las figuras de Hans Morgenthau o Raymond Aron, y más tarde, la nueva escuela neorrealista y sistémica de las relaciones internacionales que se desarrolló en los años 1970-1980, con Kenneth Waltz.
Ahora bien, la idea de «gran política» exige que se asocie una reconciliación teórica de la legitimidad interna con la legalidad internacional, ya que la primera se refiere a los valores fundamentales de un pueblo o una nación y la segunda a la esfera de los intereses existenciales.
En resumen, y gracias al mito, el concepto de «gran política» ya no puede ignorar que el establecimiento de un nuevo orden político entre las naciones (dimensión legal o formal de las relaciones de poder en relación con una paz mejor o una paz imperial) debe poder contar con una especie de restauración simbólica del pasado, en lo que respecta a la dimensión de la legitimidad histórica (estabilidad del príncipe o del sistema político vigente).
Kissinger y el «equilibrio de poder»
En el contexto concreto de nuestra coyuntura, el concepto de «equilibrio de poder», en el centro del análisis de Kissinger, es uno de los paradigmas más importantes de los autores realistas y constituye, en la mayoría de los casos, su argumento principal para explicar la paz. Algunos incluso lo consideran un requisito previo para la diplomacia clásica y una condición para los intercambios de embajadores permanentes del Renacimiento entre diferentes entidades políticas. Cuando se le preguntó sobre la situación de tensiones actuales justo antes de su fallecimiento (noviembre de 2023), su respuesta articuló bien el realismo y la prefiguración del futuro. «Nos encontramos en la situación clásica anterior a la Primera Guerra Mundial», advertía, «en la que ninguna de las partes dispone de un amplio margen de concesión política y en la que cualquier perturbación del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas». Es comprensible que muchos países occidentales se opongan a uno u otro de los objetivos declarados. Con la implicación de China, aliada de Rusia y adversaria de la OTAN, la tarea será aún más difícil. China tiene un interés primordial en que Rusia salga victoriosa de la guerra en Ucrania. Xi no solo debe honrar una asociación «sin límites» con Putin, sino que un colapso de Moscú perjudicaría a China al crear un vacío de poder en Asia Central que podría ser llenado por una «guerra civil al estilo sirio».
Era planetaria, diplomacia global y «libido dominandi»
En la era planetaria, el concepto de seguridad solo puede ser global y abarcador. Tal es la conciencia que tienen los Estados, la comunidad de Estados y el sistema internacional. Este concepto precisa en particular el aspecto capital de la seguridad, su naturaleza indivisible y global. Así, toda medida estatal y todo enfoque diplomático y geopolítico debe ser capaz, en su propia concepción, de establecer un equilibrio entre capacidades e intereses estratégicos, orden político regional o global y diplomacia de seguridad. Esta conexión define el nivel de responsabilidad de una potencia y su nivel de conciencia histórica. La «gran política», diferente de un país a otro por su cultura y su pasado, solo puede ser la «práctica» de las grandes potencias, actores del «Gran Juego» y de la «libido dominandi». La responsabilidad de una «gran potencia» es, casi siempre, proporcional a su peso histórico y a su posicionamiento geopolítico.
En el contexto de la posguerra fría, un número cada vez mayor de Estados se ha orientado hacia una nueva forma de diplomacia, con el objetivo de aumentar su influencia internacional, proyectando sus normas culturales como principios de regulación de las relaciones internacionales. Tal ha sido la política cultural de los grandes imperios y, por ejemplo, de Turquía y los dirigentes turcos, como medio para sacar provecho de los vínculos etnoculturales que la unían a las seis nuevas repúblicas turcoparlantes surgidas de la desintegración de la Unión Soviética, con el fin de afirmarse como potencia clave del sistema euroasiático. Así, la búsqueda de la seguridad y la estabilidad siempre necesita vincular la «libido dominandi» a una restauración simbólica del pasado. Lo mismo ocurrió con Francia, China o Rusia. Francia, para justificar la refundación de un orden mundial adecuado, decidió articular su diplomacia en 2017, con E. Macron, en torno a tres ejes: la seguridad, la estabilidad y la independencia. Sin embargo, la disminución del peso y la importancia de Europa no ha eximido a Francia del declive más general del continente, el de un «orden basado en normas». Ahora bien, el declive va mucho más allá de las reglas y designa la condición de un ser que pierde su fuerza y se inclina hacia su fin, en definitiva, el momento cósmico de un sol que muere. Y ese momento, según el pensamiento bíblico, marcará la entrada en el tiempo profético de Gog y Magog, el tiempo de la agitación de los pueblos y las naciones, en el que, con grandes dolores, el cuerpo del mundo dará a luz y tocará el umbral de la muerte, antes de poder renacer.
El cine, más aún que la literatura, la filosofía, las profecías o la pintura, ha propagado la fascinación por el apocalipsis y ha alimentado la tragedia del conflicto con una dramaturgia sin igual, con el fin de glorificar la convicción milenaria de que no se puede evitar la guerra, la verdadera «salud de los pueblos» (Marinetti). A falta de religiones, cuya esperanza surge de la muerte, dada o sufrida, el poder sabe perfectamente que no se puede eludir ni el precio de la sangre ni el sacrificio ritual de los pueblos y las naciones, ni ayer ni mañana.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera


